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El valor de la metáfora: Pollock a través de Nietzsche

Ernesto Borges


Cápsulas



Ernesto Borges, Pollock y Nietzsche, 2020. Ilustración.


El arte abstracto presenta para cualquier espectador un singular esfuerzo de comprensión e interpretación, justamente porque prescinde de cualquier medio que la haría una obra narrativa, figurativa o simbólica. La obra de Jackson Pollock (1912-1956) es hoy considerada como una de las más representativas del expresionismo abstracto, un movimiento que nos enfrenta a ciertos límites comprensivos, pero que a su vez manifiesta la vitalidad de una dimensión metafórica en el seno de nuestra experiencia humana.


En su trabajo artístico encontramos un consumado esfuerzo por desligarse de toda figuración posible, y en tal medida logró a su vez una obra desligada de toda narratividad y simbolismo. Incluso el característico trazo errático que se aprecia en su Mural (1943) devino ya para la década de los 50 en una sencilla técnica de dripping, donde lo esencial es la infinidad de manchones. Tal como indica Allan Kaprow (1958), “no entramos en un cuadro de Pollock desde un sitio concreto (…) Cualquier sitio es tan bueno como otro y nos zambullimos en la obra de arte donde y cuando podemos” (p.47), precisamente porque ella dispone de una técnica que disgrega todo punto de espacialidad perspectiva, y conduce al espectador hacia una experiencia de inmersión.




Lo importante aquí es la pregunta que surge: ¿cómo interpretar una obra de este estilo? Si se encuentra despojada de toda figura, de todo referente, ¿no resultará arbitraria cualquier afirmación? Por ejemplo, si decimos que las manchas de su Número 6 (1951) se asemejan a una “multiplicidad de orquídeas”, a serpientes que danzan o una noche que se arremolina. Cualquier afirmación sería una metáfora, incluso si nos limitáramos a afirmar un predicado que no intentase asimilar miméticamente lo presentado por la obra a una figura dada. Lo importante se encuentra quizá en esta nueva dimensión intersubjetiva —subjetiva e incluso psicoanalítica— que con más fuerza se establece entre espectador y obra, donde no hay una referencia última y correcta.


Jackson Pollock, Número 6, 1951. Óleo sobre lienzo.


Aquí, no somos lectores del discurso narrativo que aguarda en la obra. Por el contrario, y más que nunca, somos copartícipes en un trabajo que nos absorbe y nos contiene. La abstracción nos reta, demuestra quizá que hay algo que siempre se nos escapa tras cada palabra pronunciable, y que sin embargo intuimos en la forma de una relativa incomprensión. La sensación inarticulada —en nosotros— es lo que se atisba a través de la presentación de sentido que es la obra. Ella excita y hace de nosotros un sujeto creativo que alude (o pone) en la obra una serie de sensaciones y valores. Pero esta experiencia de interpretación e insuficiencia, ejercicio de nombramiento y silencio-comprensivo, ¿no es ya una experiencia palpable en nuestra relación cotidiana con el mundo? En esos momentos de contemplación cotidiana, de silencio introspectivo, de encuentro con lo inadvertido, incluso de extrañamiento o encanto sobre las cosas.


De forma semejante, cuando Nietzsche reflexiona sobre el estatuto de la verdad en su ensayo Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral (1873) afirma que “cuando hablamos de árboles, de colores, nieve o flores, creemos saber algo sobre las cosas mismas, pero sólo poseemos metáforas de las cosas que no corresponden en modo alguno a su ser natural” (p.230). Aun cuando nuestro acceso al lenguaje parece acercarnos a las cosas mismas, la estructura de los lenguajes —de acuerdo con la genealogía de Nietzsche— parte de un proceso de conceptuación que en nada se diferencia de nuestra capacidad de establecer metáforas: es decir, la capacidad de establecer libres enlaces de semejanzas y diferencias entre las cosas.



Para Nietzsche nunca nos referimos a las cosas mismas sino en su estricta relación con los hombres, pues toda conceptuación termina por falsear, arbitrariamente, un mundo que no está hecho para ser definido y clasificado —idea que anticipa la famosa proclama sobre la “muerte de dios”—. “En última instancia quien busca tales verdades sólo trata de humanizar el mundo” (Nietzsche, 1873, p.232); del mismo modo que en la experiencia abstracta que ofrece Pollock toda interpretación resulta en una humanización que establece libres asociaciones entre experiencias, sensaciones e ideas y que no remiten a una verdad unívoca e íntima en la obra.

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Tanto en la experiencia abstracta que ofrece la obra de Pollock como en las reflexiones nietzscheanas encontramos un juego lúdico de interpretación y referencias casi inagotable, precisamente porque no puede hablarse con propiedad de una referencia última, correcta y cognoscible. Ambas —tanto la pintura de Pollock como el mundo— nos enfrentan a un límite comprensivo en el que algo otro “reluce”, indómito, desde el límite de la propia comprensión, y en donde la metáfora cumple un papel de aproximación casi infinita.



 

Ernesto Borges, Nietzsche y Pollock, 2020. Ilustración.Referencias


Karpow, Allan (1958). El legado de Jackson Pollock. Entre el arte y la vida: ensayos sobre el happening. Editorial Alpha Decay.

Nietzsche, Friedrich (1893). Verdad y mentira en un sentido extramoral. Traducción y notas de Enrique López Castellón.


 











Ernesto Borges (Caracas, 1999). Estudiante tesista de Estudios Liberales en la Universidad Metropolitana.

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