Víctor García Ramírez
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Alopecia (2009), de Cipriano Martínez. Serigrafía sobre papel, 100 x 66 cm
A menudo salía del camino, o metía los pies en charcos. Resolví quitarme zapatos y medias, que, empapados, servían solo de estorbo. El impermeable tampoco tenía ya ninguna utilidad; el agua, con su persistencia, se colaba por todas partes, hasta el interior de los bolsillos.
Marío Levrero, La ciudad
Dos ansiedades parecen estar muy presentes en buena parte del ejercicio crítico contemporáneo: intentar enunciar lo común pese a reconocer la imposibilidad de hablar en nombre de los otros, es decir, representativamente; y querer articular nociones conceptuales en función de ámbitos concretos de la experiencia y no al revés. Ambas ansiedades, en buena medida complementarias, también pueden funcionar alternativa o simultáneamente como certezas, es decir, como modos explícitos de abordar la labor crítica; como un conjunto de principios que articulan la mirada, afinan el oído y orientan los pasos. Esto último es lo que, me parece, se puede identificar en el ejercicio crítico de ciertos latinoamericanistas contemporáneos. Principalmente por el empleo de una retórica del paseo donde la localización del punto de vista y el alcance de los datos que el crítico puede atestiguar o recoger por sí mismo constituyen parte importante de la legitimidad de sus planteamientos. En otras palabras, el topos en el que ancla la crítica, en estos casos, es el mismo sujeto crítico, quien constituye un centro que, con frecuencia, se desplaza, viaja, camina. Su lenguaje, en muchos sentidos, da cuenta de una repertorio terminológico sobre la experiencia que va muy de la mano con la vieja retórica de viaje que, en su merodeo, renueva los ya conocidos lazos entre crónica y crítica.
En las siguientes líneas exploraré algunas consecuencias de estas dos “ansiedades” en fragmentos del trabajo de Beatriz Sarlo, Nelly Richard y Julio Ramos. El propósito de este rastreo no pretende extraer una tesis que organice el material seleccionado de estos tres autores. Tampoco ahondar en paralelismos o diferencias entre ellos. En otras palabras no me interesa compararlos, aunque esto sea una consecuencia tangencialmente inevitable al acotarlos en un mismo ejercicio. De momento, sólo quiero ubicar algunos instantes donde estas “ansiedades/certezas” que menciono aparecen. Para ponerlo en lenguaje de viaje quiero, si acaso, simplemente dar con algunas “postales” de sus ejercicios críticos, de sus paseos.
1. Deambular: para salir de la ciudad “letrada”
En una visita en 2013 a Buenos Aires, la filósofa Judith Revel ha dicho a la “Revista Ñ” que, después de la aparición de Foucault en el panorama intelectual, se ha hecho imposible la idea de un “intelectual universal” al estilo de Sartre, quien era capaz de ejercer el papel de portavoz de los “otros”. En el caso del intelectual al estilo sartreano, los llamados “otros” muchas veces no eran más que una alusión abstracta que no refería, necesariamente, a algunos sujetos o comunidades concretas. Revel sostiene que Foucault, al contrario del modelo intelectual sartreano, simplemente ofrecía su limitada cuota de poder a los demás: “ponía al servicio de los otros su propia posición institucional”. Es decir, su labor estaba marcada por el modelo del profesor quien habla en un lugar concreto, en un momento específico y frente a la comunidad a la que tiene acceso. Sea o no esta una interpretación idealizada del proceder de Foucault −más propia de la compresión generosa del biógrafo que de la mezquindad cauta del especialista− la mayor consecuencia de este modo de asumir la intelectualidad es que, a decir de Revel, algunas veces lograba “hacer oír con más fuerza la voz de los otros, pero nunca habla (Foucault) en lugar de los otros”.
Bajo esta visión, la pertinencia de la labor del que piensa lo común tiene que ver con el hecho de que la misma puede funcionar como una suerte de aparato de amplificación. Simple megáfono o potente micrófono, el rendimiento del trabajo del intelectual supone permitir que su lugar de habla y visibilidad sea accesible a los demás para que sean ellos mismos quienes se expresen. Ya sea esto una posibilidad real o un acto que no pasa de la ventriloquia propia del autoengaño bien intencionado, bajo esta perspectiva, el problema fundamental del intelectual tiene que ver con la autoconsciencia de su localización y con el grado y tipo de mediación que, desde allí, ofrece. Una localización que puede ser institucional o no, pero siempre a disposición de los otros, que no son un ente abstracto sino la comunidad inmediata. Y una mediación que no busque ponerse en el lugar de los demás, que no busque representar, sino justamente desvanecerse, o dicho menos metafóricamente, ceder su espacio a los demás.
En el contexto latinoamericano, la articulación de Ángel Rama en La ciudad letrada (1984) ya apuntaba a cuestionar e indagar el punto de partida y la mediación ejercida por el intelectual. La idea de la ciudad “letrada” alude a una estructura de localizaciones establecidas en el campo cultural que suponen, a su vez, una serie de directrices de las actividades que dentro de dicho campo se puede realizar. Tales directrices llegan a estar tan determinadas que los intelectuales −y en general todos los actores culturales− terminan aunando su actividad, casi siempre, con diferentes formas de poder. Que esta alianza de los intelectuales con el poder pueda ocurrir voluntaria o involuntariamente en realidad no tiene importancia. Si su rol está dado por las localizaciones establecidas en el orden la ciudad letrada, la buena voluntad del intelectual comprometido, por ejemplo, pierde relevancia.
Este planteamiento de Rama, en línea de diálogo con el trabajo de Foucault, funciona como una especie de disparador, de invitación a iniciar un desplazamiento del lugar del intelectual, que permita encontrar una perspectiva más “independiente”. Más que pensar en el carácter comprometido del intelectual, al considerar la independencia como una posibilidad Rama alude a cierta libertad de movimiento que pudiera ayudar a los actores culturales a escapar de los itinerarios preestablecidos en su rol.
Desde entonces, la idea de recorrer, merodear, andar por los márgenes de la ciudad, se vuelve cada vez más una parte autoconsciente del ejercicio reflexivo que permite, a su vez, reconocer y encontrar otras formas y saberes de articulación de lo común que, muchas veces, han sido obliterados por las directrices de la “ciudad letrada”. Años después, las observaciones de Rama constituirán una postura muy naturalizada en buena parte de la crítica latinamericana y latinoamericanista. La misma depreciación del término “intelectual” −como etiqueta de prestigio en la esfera pública− y la progresiva, difusa e inconsistente sustitución de ese término por el “crítico” en muchos círculos culturales son un signo de ello. Nelly Richard, por ejemplo, como parte de su intervención en el acalorado debate epocal entorno a hablar “sobre” y hablar “desde” Latinoamérica, en 1997, sostendrá que es obligatorio para el ejercicio crítico andar por los derroteros más abandonados del “campo”: “sólo un paseo por las bifurcaciones laterales de campos de debates más excéntricos… daría cuenta de otras formas de distribución de las energías críticas” (1997, 354). Términos similares poblarán la discusión entre latinoamericanistas durante unos años más, conformando así un corpus crítico repleto de lo que llamo aquí una retórica del paseo.
De la serie mundo pintoresco - País(aje) I (2016 - 2019) de Camilo Barboza. Collage, 41 x 28 cm
2. Volver a ver: Beatriz Sarlo y la mirada en movimiento
Ahora bien, si la reflexión sobre la localización del intelectual impulsa la idea de exploración o “paseo” por las afueras de la “ciudad”, el problema del tipo de mediación que el mismo ejerce no está, con esto, resuelto. La pregunta por la mediación se convierte desde entonces en un debate por las formas legítimas de hacer crítica, pues no basta decir que se tiene una mirada desde algún “aquí” particular, no basta proponer la idea de un merodear por el margen, porque el “aquí” y el “margen” también están en el sujeto. Por ello, una de las vetas de este cuestionamiento se convierte en la pregunta por el tipo de sujeto que es el “intelectual”.
Beatriz Sarlo atiende especialmente este asunto al preguntarse, con una mezcla de nostalgia y distancia irónica, al inicio de su texto Escenas de la vida postmoderna (1994) –que es sin duda un libro-paseo– por cuánto tiempo más será sostenible la idea del “intelectual crítico” (12). La respuesta a esta pregunta que ella se formula en el inicio de su recorrido, en el prólogo, la encontramos explícitamente en su capítulo final, “Intelectuales”. En este segmento termina validando el supuesto de que el “pensamiento crítico” es un “lugar (que) puede construirse” (198) y no el resultado de una subjetividad capacitada como la del así llamado intelectual o especialista.
Sin embargo, más interesante que sus conclusiones es que, antes de llegar a ellas, se detiene largamente en un grupo de “intelectuales” que consigue en unas fotos. Como si se tratase de algo que sólo puede existir en el pasado, Sarlo, para hablar de los intelectuales, examina una serie de “instantáneas” (137). Se trata entonces de un viaje en el tiempo en que reconstruye una serie de imágenes. ¿Quiénes eran estos en la foto? ¿amigos? ¿colegas? ¿ella misma? Esto no queda claro y tampoco importa mucho. Lo interesante es que su acudir a la tecnología de la instantánea nos revela un pasado relativamente reciente, pero también destinado a borrarse. Allí identifica al que “nunca creyó que Manuel Puig fuera un gran escritor”, al que sólo hablaba de sus colecciones de discos y al que leía a la cultura popular sólo mediante referentes de alta cultura. En todos estos casos no consigue nada que se haya desplazado hasta el tiempo presente en el que escribe, mitad de la década de los 90. Están detenidos en la imagen de la foto. Y con ello declara que ese es el lugar de los eruditos, de los intelectuales y de los especialistas: un espacio que ya no es y cuya imagen se desvanece.
Comprendemos, entonces, que lo fundamental para ella es el “crítico” y no meramente la idea del sujeto intelectual. Pero ¿qué diferencia al “crítico” de los “intelectuales”? ¿Por qué reivindicar al primero? Para Sarlo la respuesta está, precisamente, en que la posibilidad de movilidad del crítico es imposible para el intelectual.
De hecho, su texto es todo movilidad: un desplazamiento tanto espacial como temporal por la ciudad. No necesita salir de ésta, porque la misma ciudad es ya un lugar propio para el propio extrañamiento. El referente concreto en su caso es Buenos Aires. Su trayectoria inicia precisamente andando por las galerías del centro comercial, el “shopping”, el lugar sin nostalgia, precisa, porque no es posible desplazarse temporalmente en él ya que la historia en un centro comercial es siempre mera mercancía, mero “souvenir” (19). Este espacio representa también una enajenación espacial, pues es un lugar que funciona como si se tratase de una nave espacial, sin necesidad de conectar con el resto de la ciudad. Su trampa es que ofrece la idea falsa de “libre recorrido” (16). Con Sarlo, se redondea la advertencia de que en espacios cerrados −tanto el “shopping” como muchos de los espacios en los que hacen vida los intelectuales− no es posible la actitud crítica porque limitan la posibilidad de desplazamientos.
Años después, ya despreocupada por la discusión sobre el “intelectual” y su lugar, Sarlo prosigue en su andar. En La ciudad vista (2009), advertirá sobre la instalación de otros espacios de inmovilidad en Buenos Aires, como la ciber-ciudad (212), los gimnasios (210) y el predecible recorrido turístico por el lugar típico. Su lenguaje descriptivo no parece haber sufrido mayores cambios en los tres lustros que separan un trabajo del otro. Acaso, sean escrituras cuyos orígenes son mucho más cercanos de lo que la fecha de publicación insinúa. Su recorrido crítico sigue sostenido principalmente en la mirada. Pero no es nunca una mirada cinematográfica. Las escenas las explora más en términos espaciales que temporales. Esta primacía de la vista queda patente en una prosa que sólo registra placer en la distancia frente a lo que observa; el placer del que estando tentado nada toca. Una distancia construida a través de la carga brumosa de la percepción cultural, donde hay poco espacio para la impresión inmediata que se esperaría del contacto sensible con la ciudad. Por ello finalmente no es sorprendente que muy raras veces, al leerla, sepamos dónde está ese cuerpo que mira. En su caso, el cuerpo del crítico desaparece, no de mala gana, en nombre de la crítica.
De la serie mundo pintoresco - País(aje) II (2016 - 2019) de Camilo Barboza. Collage, 41 x 28 cm
3. Rearticular: Nelly Richard y el habla ante la ciudad tecno-visual.
El recorrido de Nelly Richard es explícito en su vocación metacrítica: su mirada vuelve siempre a “la geografía del discurso” (2013, 15). Su procedimiento es, en buena medida, cartográfico. No porque ella se proponga trazar un mapa general de la crítica sino porque quiere denunciar los recorridos que sugieren los mapas que se están trazando. Esto queda muy claro en la serie de entrevistas tituladas Crítica y política de 2013. En éstas, reflexiona constantemente sobre la forma en la cual las trayectorias de los ejercicios críticos reconfiguran las direcciones de los estudios latinoamericanistas. Su problema parece planteado principalmente en términos espaciales, cuyas nociones centrales serían las asociadas a la distancia y la escala entre la acción y el lenguaje de la crítica. Desde ahí, se permite cuestionar los objetos privilegiados por el pensamiento latinoamericanista reciente. Plantea esta discusión como si ocurriera en una suerte de escenario desplegable, en la que la relación es más de simultaneidad –unos críticos están haciendo una cosa y otros otra– que de desplazamiento –se ha hecho esto y luego lo otro (como lo hacía Sarlo). Y esta simultaneidad se divide entre los que hacen “estudios culturales” frente a los que se dedican a la “crítica cultural”, entre los que se ve a ella misma.
Richard atiende especialmente al tipo de mediación que se elabora en estos dos terrenos. Parte de un diagnóstico ya formulado con anterioridad. Sospecha abiertamente de las estrategias de aproximación crítica que parten del lugar de lo “popular”, en el sentido de que, a su juicio, lo que hacen muchas de ellas es reeditar las posiciones que deberían cuestionarse en el capitalismo. Para ella hay cierta crítica que genera una especie de justificación, “en nombre de lo general y lo común” (25) que termina haciendo equivalentes sociedad y mercado. Especialmente a partir de los postulados de García Canclini o George Yúdice se han “aplaudido con demasiado entusiasmo los cruces entre postmodernismo, capitalismo, globalización y medios” (139). La noción de “aplauso” para elaborar su diagnóstico coloca a este espectro de la crítica en posición de espectadores que parecen aceptar, a su juicio, las consecuencias del capitalismo actual. Por ello, procede a realizar una actualización de argumentos sobre el papel del espectador, al estilo de Guy Debord −de cuya vigencia no duda− para permitirse plantear otras trayectorias.
La situación de la crítica latinoamericanista actual, para Richard, es el resultado del desplazamiento en la crítica de la primacía del “texto” por un “régimen tecno-mediático de lo visual” (138) en los estudios culturales. Estos últimos “parecen haberse complicitado dominantemente con las industrias de la cultura de masas y sus redes electrónicas para relegar el arte, la literatura y las humanidades” (138). Este “relegamiento” es una reconfiguración territorial que se ha manifestado especialmente en los objetos que este sector de la crítica ha decidido atender. Los estudios culturales, dice, “nos enseñan hoy que una marcha callejera o un reality-show son prácticas expresivas y comunicativas” (139-40) a las que debe prestarse atención. Pero el problema según ella es cómo abordar, o si deben ser abordados, los espacios producidos por el capital, especialmente en el ámbito de los medios de comunicación masiva.
Frente a esta situación, y sabiendo de la imposibilidad de volver a una posición de defensa del canon disciplinar, postula como estrategias de resistencia las esbozadas en los aparentemente disueltos campos de las “artes” o la “literatura”, donde, para ella, era posible encontrar la crítica cultural como develamiento de los “intereses político ideológico-culturales que configuran pactos-ocultos” (142). Es decir, una especie de vuelta a las estrategias de la crítica estético-literaria, en el sentido de denunciar lo que está detrás de lo que simplemente se nos aparece. Esto es necesario porque, al parecer de Richard, el mismo análisis de los objetos de la cultura masiva reeditan el carácter de “pacto-oculto”. En general, los medios virtuales y los visuales constituyen la nueva centralidad de la “ciudad” que ya no llamaríamos letrada sino de tecno-visualidad, propia del deleite de los críticos de los estudios culturales.
Por supuesto, Richard es consciente de que el territorio de los “estudios culturales” abarca una gran cantidad de objetos y prácticas que pueden cobijar perfectamente aproximaciones más afines a lo que ella propone. Sin embargo, para comprender su argumento es importante notar que, bajo su enfoque, la categoría de “estudios culturales” está restringida a un espacio dominado por el análisis de la tecno-visualidad. Esto significa, para malestar de Richard, que los estudios culturales también están impregnados con la inmediatez y trasparencia (en el sentido de que todo lo que hay que comprender siempre está en lo que se ve) de los objetos y prácticas que supuestamente se privilegian en este terreno. Consecuentemente, según ella, esto hace relevantes terrenos donde esta experiencia no es posible: como el arte y el texto literario. Estos últimos permiten dar cuenta del “pacto-oculto” precisamente porque no reproducen las formas de aparición de los medios de la tecnología visual.
Para ella, es insuficiente la justificación de los estudios culturales que se sostiene en que el crítico no puede pretenderse en un lugar extraterritorial con respecto al mercado y sus producciones. A esto, responde que el hecho de que el crítico sepa que no hay un punto de vista fuera de las diversas interacciones sociales y modos que ha instalado el capitalismo no significa que deba resignarse al recorrido que éste instala. La subjetividad del mismo crítico, como estrategia de extrañamiento para abordar estos objetos de cultura masiva, no le parece distancia suficiente. El crítico cultural debe abrir camino en otras direcciones. Debe suponer y encontrarse, por no decir “descubrir”, con “lugares eventualmente disponibles para actuaciones que, en lugar de confundirse pasivamente con los engranajes del sistema capitalista, tratan de obstruir parcialmente su funcionamiento” (37).
Esta capacidad de “obstrucción” de los lugares también puede operar en el crítico cultural, pero no mediante su punto de vista sino en los medios que emplea, por ejemplo, el lenguaje. Esto nos conduce directamente a lo que hemos llamado la segunda “ansiedad” y/o “certeza”: la articulación conceptual de los recorridos críticos. Para Richard, ya hemos dicho, la inmediatez de los objetos de estudio impregna al ejercicio crítico, al punto que en la crítica cultural domina un clima que “castiga cualquier excepción o desvío de la lengua que no consienta el estándar de lo mayoritario” (25). Esta situación, según ella, es un malentendido del problema de la localización. La perspectiva localizada, anclada en un “aquí” particular, que ella defiende, no implica necesariamente un lenguaje que se corresponda completamente con el de la experiencia cercana, aterrizada y concreta, que debe buscarse. Este tipo de lenguaje también cae bajo sospecha porque normalmente responde a las demandas del mercado y su rápida velocidad de consumo. En pocas palabras: la transparencia, inmediatez y accesibilidad del crítico no son valores confiables.
El estilo del crítico, entonces, se vuelve central en su perspectiva y rechaza así la estrategia de que en caso de verse en la necesidad de recurrir a un lenguaje técnico/ abstracto, este tenga que hacerse necesariamente traducible al público general. El problema del crítico no es, ni debe ser, explicar el objeto al espectador; su papel es empujarlo a entender. Según Richard, el recorrido crítico también tiene que registrarse en la utilización de un lenguaje desplazado de los tópicos más comunes, por ello su lenguaje es casi siempre técnico, más cercano al ensayo teórico que al de la crónica.
En este sentido, no deja de llamarme la atención la coincidencia de Nelly Richard con Slavoj Zizek, en términos de diagnóstico del estado de la sociedad producto del desarrollo actual del capitalismo. Coinciden en el sentido de que para ambos hay un “pacto-oculto” por descifrar, una crítica ideológica por elaborar. Esta crítica revelaría, en el caso de Zizek, no lo oculto sino lo “real” (entendido en términos psicoanalíticos de herencia lacaniana). Sin embargo, pese a esta coincidencia, la propuesta crítica de Zizek frente a este escenario es exactamente la contraria a la de Richard. El propósito del filósofo es atender los objetos culturales de la sociedad de consumo para descubrir en su transparencia su opacidad, lo que ocultan. Sus lectores, muy diversos entre sí, se agolpan atraídos por los referentes ampliamente conocidos para asistir a un performance/análisis que, con frecuencia, no es más que una escena pedagógica que reedita el mito de la caverna: “la verdad está afuera”. Su procedimiento, en ese sentido lo obliga a operar constantemente en un esfuerzo de restar abstracción a las nociones que usa, a operar a través de la conversión del lenguaje crítico en lenguaje pop, que es justamente lo que critica Richard. En una entrevista en la que le preguntan precisamente por este procedimiento suyo de combinar inmediatamente referentes de cultura popular con lenguaje psicoanalítico y filosófico abstracto, Zizek sostiene: “Tengo una especie de compulsión absoluta a que las cosas se vuelvan vulgares, no en el sentido de simples, sino en el sentido de que arruinen cualquier identificación patética con la Cosa” (47); entendiendo por “Cosa” precisamente la abstracción/realidad tras la experiencia sensible. Richard vería en esta abstracción más bien el momento potencial de frenar la falsa transparencia del capital que Zizek considera provechosa. Ambos son, en este sentido, dos modos de mantener vivas formas de la teoría crítica, en su desmantelamiento de las formas ideológicas. Lo interesante de la comparación es que el mismo diagnóstico los lleva a operar en sentidos contrarios en términos de lenguaje.
Señalo este paralelismo con Zizek, porque nos revela que Richard procura defender una práctica retórica que ve una mayor potencia crítica en las vías del lenguaje especializado, más que en las del lenguaje poético o del cotidiano. La dimensión de su movimiento es, principalmente, conceptual. La idea es conseguir en el desplazamiento vocabulario crítico, descentrarlo de las categorías sociológicas, principalmente, que lo han dominado y a partir de él vislumbrar otros terrenos. Para Richard la contribución crítica pasa, entonces, por introducir cambios epistemológicos, con la consciencia de que cada uno de ellos tiene un peso político e ideológico específico y una vigencia que siempre puede estar por caducar.
De la serie mundo pintoresco - País(aje) II (2016 - 2019) de Camilo Barboza. Collage, 41 x 28 cm
4. Perder el paso: Julio Ramos y el impulso “crítico” del cuerpo
El crítico paseante, el que transita y se desplaza por la ciudad, bien sea por su centro o por sus márgenes, ofrece, queriéndolo o no, una topografía doble: la del lugar en que se encuentra y la de sus modos de registrarlo. Julio Ramos ha planteado este aspecto de modo muy claro en su análisis de los textos de viaje de Martí que sirven de bisagra a las dos partes de su libro, un clásico contemporáneo de los circuitos académicos, Desencuentros de la modernidad en América Latina: literatura y política en el siglo XIX (1989). En la primera parte de su libro, Ramos se dedica en buena medida a la tensión que establece la aparición de la escritura, y luego la literatura, como mecanismo de constitución y formación de los Estados. Sarmiento, Bello, son quienes principalmente merecen su atención como grandes propulsores de este proyecto. Pero la introducción de Martí, al final de la primera parte, supone afrontar ya una tecnología de la escritura que lo lleva a plantear preguntas no tanto por el proyecto de constitución de las naciones, sino por la forma en la que se manifiesta la modernidad en su materialidad. El último capítulo de la primera parte, titulado “Decorar la ciudad”, y prácticamente todos los ensayos de la segunda parte están dedicados a Martí porque precisamente en él se evidencia la idea medular del libro: el “desencuentro” que adquiere diferentes formas: un no poder llegar, un no identificar, un perderse frente a lo que se supone es lo moderno. Lo cual nos revela, desde entonces que “lo moderno” funciona muchas veces como un significante no sólo fluctuante sino en buena medida vacío: siendo más algo que está en el orden del deber ser, o de lo que será, y no en el de lo que es.
Todos estos impases, formulados bajo la perspectiva del que pasea, dan cuenta de una gran contemporaneidad de las preocupaciones de Martí. Contemporáneas en el sentido de que ya se puede conseguir en él, por ejemplo, una “retórica del consumo”, dirá Ramos, en atención a todos los detalles con los que Martí registra la vida en los Estados Unidos. Claro, no se trata todavía de un consumidor global, como el que pocos años después del texto de Ramos delineará García Canclini, pero la figura está, a todas luces, presente. Son los materiales de construcción, las máquinas, la producción de mercancías lo que atrapan la mirada de Martí. Esta observación de Ramos no es para nada menor, y de hecho implicó el reconocimiento de lo que Abril Trigo llama una “continuidad sociohistórica” (6) en ciertas preocupaciones de la crítica latinoamericana.
Por otra parte, el mismo procedimiento de investigación de Ramos, resulta relevante. En “Decorar la ciudad”, Ramos destaca que la crónica, en especial la de Martí es el “archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana” (2009, 214). Para el año en que Ramos publica este estudio, dar preminencia y articulación a la crónica en buena medida supone una contribución importante porque desde un punto de vista de la literatura, entendida en términos disciplinares, estos escritos aún caían bajo el rótulo de “textos menores”. De igual manera, no deja de ser llamativo, precisamente, lo atinado que fue considerar estos bajo la categoría de “archivo”. Lo cual también subraya el diálogo, a nivel teórico, de su propuesta con las aproximaciones postmodernas tan discutidas en la década de los 80 y 90.
Más allá de las fuentes de su perspectiva, Ramos aprovecha fundamentalmente su investigación para fijarse en las estrategias de la mirada de Martí. Su análisis se concentra en exponer una gran cantidad de elementos que pueblan la “ilusión de la presencia” (290) por parte del cronista; es decir, la manera en la que se construye en lo que ve. Por ello, hace explícito toda una retórica de la experiencia visual en Martí que se hace especialmente urgente en los momentos en los que no puede elaborar de modo completo el relato de lo que tiene al frente. La visión de Martí en sus crónicas funciona, siguiendo a Ramos, como una especie de operador que emprende reparaciones y sustituciones en los momentos en los cuales ocurre el “desencuentro”, es decir, cuando se perturba la imagen idealizada. Ramos se dedica a revelar las formas en la que esas reparaciones y sustituciones tuvieron lugar en Martí, destacando que las realiza acudiendo a remiendos provenientes del “Libro de la cultura” (289).
Lo que hace crucial la aproximación de Ramos es que se subraya que la “visión”, no sólo en el caso de Martí, es principalmente una suerte de elaboración cultural y que no puede ser entendida simplemente como una especie de reproducción de la percepción. El cuerpo es también el corpus recorrido y la relación entre ambos impone su trayecto. Ya no es sólo la ciudad letrada, sino el cuerpo letrado el que tiene diversas dimensiones de localización y mediación que merecen en cada caso ser atendidos.
Este último aspecto no ha dejado de preocupar a Ramos. Aún sigue elaborado esta relación sobre los modos en que cuerpo y corpus interactúan en el paseante letrado. Pienso, en sentido estricto, en un texto titulado “Descarga acústica” del año 2011, donde con una estrategia de análisis muy similar a la que empleó para dar cuenta de los desplazamientos de Martí, se aborda el modo en el que Walter Benjamin se ve sacudido, de pronto, por el encuentro de un sonido inarticulable.
La fuente de la anécdota, en este caso, son unas anotaciones sobre un paseo nocturno de Benjamin por Marsella, en el año de 1932. El asunto parece, sin duda, sencillo: un “rush” de jazz le “hace marcar el ritmo con el pie, a pesar de su “educación”” (2011: 62). Pero, Ramos nota que no se trata de una simple experiencia sonora, no es la primera vez que escucha jazz, es la primera vez que no es mero ruido. Y esto ha ocurrido porque ha sido el cambio del paisaje urbano el que ha hecho posible que este deslizamiento del sonido haya viajado del oído al pie, saltándose las alcabalas de la “formación”. Una serie de aspectos juegan a favor de que esta experiencia suceda: Benjamin sale de su espacio de “archivo”, París, y ha tenido que recorrer una serie de barriadas suburbanas, que justamente, son el límite de la modernidad francesa. El asalto del ritmo al pie no ha ocurrido por un descuido de Benjamin, lo que ocurre es que “no todo espacio es propenso al sobresalto acústico” (53). Ha sido, entonces, la movilización, el paseo, el ponerse fuera del espectro urbano conocido, lo que ha propiciado esta especie de “conflicto” entre cuerpo y corpus. Pocas líneas retienen la anécdota. La solución para Benjamin es corregir el oído con la vista. En palabras de Ramos: “reubicarse en el privilegio óptico” (76).
No me queda duda que, en la anécdota de este “conflicto”, se abre un espectro que sienta las bases también para pensar en el modo en el cual las categorías visuales siguen dominando el ejercicio crítico, como prueba el trabajo de Sarlo. No es un tema nuevo, ni una observación original. Pero con esto simplemente quiero subrayar que creo que el mero cambio del vocabulario epistémico propuesto con Richard para solucionar esta situación no basta. En su caso, más allá de la interesante aunque dudosa pertinencia de su crítica a la servidumbre ideológica de los estudios culturales, sigue quedando subsumido el problema del aparato sensible con el que opera el crítico a la reformulación del aparato cultural. Creo que el reto crítico actual en Latinoamérica es terminar de notar, como señala Ramos hablando de Benjamin, la dificultad que tiene el crítico latinoamericanista para incorporar las experiencias que se resisten a la reducción conceptual y que subordinan siempre el cuerpo al corpus. Pese al cacareo de hace unas décadas frente a la figura del intelectual, los “otros” en la época del crítico cultural no han dejado de ser los “otros”. Quizás es momento de admitir el poco rendimiento que ha tenido la estrategia del “paseo” del crítico que, pretendiendo escapar de las rutas de la ciudad letrada, deambula por los sectores olvidados y desaventajados con el afán, bien intencionado, de suturar las grietas sociales.
On build_(2018-2019) de Eduardo Vargas Rico. Xerografía sobre papel recortado, 15 x 26 cm (edición única)
Bibliografía
Rama, Ángel. La ciudad letrada. Montevideo. Arca. 1998. Impreso.
Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Caracas. El Perro y La Rana. 2009. Impreso.
----------------. “Descarga acústica”. Papel de Máquina. (2011: 4). 49-77. Impreso.
Revel, Judith. “El filósofo de hoy debe negarse a hablar en lugar de los otros”. Revista Ñ. (Oct. 23: 2013). Web. Consultado: Mayo 16: 2016.
Richard, Nelly. “Interceptando Latinoamérica con el latinoamericanismo”. Revista Iberoamericana. LXIII. (1997). 345-361. Impreso.
-------------------. Crítica y política. Santiago. Palinodia. 2013. Impreso.
Sarlo, Beatriz. Escenas de la vida postmoderna. Buenos Aires. Editora Espasa Calpe. 1994. Impreso.
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Trigo, Abril. “Introduction”. Del Sarto, Rios, Trigo (eds.) The Latin American Cultural Studies Reader. Duke University Press. 2004. 1-14. Impreso.
Zizek, Slavoj. Arriesgar lo imposible. Madrid. Trotta. 2006.
Víctor García Ramírez (Maracay, 1982) es licenciado y magíster en Filosofía por la Universidad Central de Venezuela, donde también ha sido profesor en el departamento de Filosofía Teorética. Fue ganador del premio a «Autores Inéditos» de Monte Ávila Editores por su libro de ensayos Todos cantando, todos tomando (2013). Actualmente es candidato doctoral en el programa Latin American, Iberian and Latino Cultures del Graduate Center del City University of New York.
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