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Edvard Munch y las máscaras de lo vampírico

Ernesto Borges


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Vampiro en el bosque (1916-18), Edvard Munch


En el marco de una Europa ilustrada, y en la comodidad material y espiritual de las grandes capitales de la cultura como lo fueron París y Berlín, el artista Noruego Edvard Munch (1863-1944) desarrolló una pintura de gritos y seres famélicos: casi vampíricos. De forma paralela, la literatura de horror proliferó en las grandes capitales de la cultura moderna de Europa (sobre todo en Paris y Londres), al dar materialidad literaria a seres cadavéricos como el Vampiro, que provenían de los mitos de pueblos de la Europa del Este: Austria, Hungría, Rumania y Moldavia, entre otras regiones. Así, tanto la obra de Munch como la literatura vampírica encuentran significativos puntos de confluencia, que avivan en este ensayo un juego metafórico. Un desarrollo lúdico que permita destacar, entre ambas expresiones artísticas, un conjunto de problemáticas filosóficas de relevancia.


Edvard Munch nació en el seno de una familia numerosa marcada por la enfermedad. Con tan sólo cinco años de edad, la madre de Munch falleció de tuberculosis; asimismo, su padre desarrollaría en el transcurso de su infancia una obsesión religiosa acompañada de un temperamento autoritario e impulsivo, que afectaría las relaciones con sus hijos. Debe destacarse que para finales del siglo XIX la tuberculosis era considerada una enfermedad hereditaria, cuestión en la que Munch creía y de la que queda registro en sus escritos. A su vez, en los pueblos más alejados de la civilización y más cercanos a las supersticiones, la enfermedad era considerada un “síntoma de vampirismo”. En los escritos y reflexiones de Munch, resuena con gran importancia sus consideraciones en torno a su familia y su persona. En sus palabras:


Recibí en herencia dos de los peores

enemigos de la humanidad —Las herencias

de la tuberculosis y la enfermedad mental—

La enfermedad, la locura y la muerte

fueron los ángeles negros

junto a mi cuna.

Una madre que murió temprano —me dejó

la semilla de la tuberculosis— un padre hipernervioso

—pietista— Religioso hasta rozar la locura— (…)

me dejó la semilla de la locura. (Munch, 2015, p.163)


En pocos autores como en Edvard Munch se entrelaza de forma tan sintética el trayecto vivencial y biográfico con el trayecto artístico. La enfermedad, locura y muerte —pero también el amor— son tópicos profundos que impregnan sus cuadros, así como sus vivencias. Para la académica Elizabeth Ingles, la obra de Munch fue un estandarte precursor del expresionismo alemán, que dio un primer paso en Munch con su pintura La niña enferma (1896), un logro frenético que representó para el autor el inicio de un estilo artístico más propio: “In this large painting, (…) he struggled throughout his life to express what he felt son intensely about his sister´s death” (Ingles, 2012, p.9).


La niña enferma (1896), Edvard Munch


A la acabada composición del cuadro se le agrega un entramado abigarrado de manchas, que en conjunto brinda la sensación de asfixia y ansia ante el ser querido que decae. La niña enferma, si bien contiene elementos autobiográficos, es una pintura que en su autonomía atisba los tópicos universales sobre la enfermedad, el dolor y el amor, envueltos en un halo apesadumbrado y gótico, que comparte en buena medida con el tópico y motivo literario del vampiro decimonónico. Como se afirmó al inicio de este ensayo, puede pensarse a los personajes y figuras de Munch como seres vampíricos, en tanto transitan de forma espectral y problemática entre la enfermedad y la voluntad, el dolor y el amor, la muerte y la vida.


¿Es arbitrario el símil entre la obra de Munch y el motivo del vampiro? Sólo para una reflexión que no contempla las virtudes cognitivas y productivas de la metáfora: el libre enlace entre semejanzas y diferencias, que hacen posible el milagro de la develación. En la literatura vampírica del siglo XIX, el vampiro es frecuentemente la encarnación demoníaca de una vida ultrahumana. Capaz de disfrutar de la vida eterna a costa de su condición humana; la eternidad al precio de la sangre: que es vida y transitoriedad. En cuentos como Carmilla (1872) de Shefiran le Fanu; El parásito (1894), de Arthur Conan Doyle, o en la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, diversos personajes sufren el asedio del vampiro, en la forma del padecimiento progresivo de una enfermedad. Paradójicamente, el don de la eternidad viene a través de la enfermedad mortal, de modo que el vampiro es la consumación de un ciclo de vida y muerte: muerte en vida, y vida en la muerte. De acuerdo con la investigadora Violeta Badea (2019): “El vampiro no existe sino que dura, ya que la existencia es propiamente una cualidad humana. (…) la existencia no es divina ni eterna, pues lleva implícito el límite. Y cuando no se posee una conciencia de limite, hay duración” (p.76). De este modo, el vampiro existe problemáticamente en la zona liminar entre la vida y la muerte.


La enfermedad mortal de La niña enferma destaca porque en su pintura se muestra cierto anhelo de eternidad, que se enmarca en el sentimiento de amor y respeto por la vida que decae. Junto a la afección estética del garabato que enturbia el dibujo, se vislumbra cierto amor melancólico por lo finito.


Vampiro (1893-1894), Edvard Munch


Una obra problemática, aunque más bien ambigua, es Vampiro (1893-1894) o “Amor y dolor” de Munch. En esta pieza el artista retrata el abrazo seductor y pasional de una pareja. El amor, la voluntad apasionada y el dolor se fusionan en una pintura oscura que se cierra sobre sí misma en una composición oval. Resulta relevante contar, por parte del propio artista, con un registro escrito que juega y congenia con la pintura. De hecho, fue una costumbre del artista noruego escribir con frecuencia sobre sus obras y sus vivencias por igual, en un tono frecuentemente literario. Se lee de su pluma que:


– entonces –

pasó lo extraño – sentí como si hubiera hilos invisibles

entre nosotros – sentí como si algunos de los hilos

invisibles de su pelo todavía

me rodearan – e incluso cuando desapareció

definitivamente por encima del mar – todavía sentía

dolor allí donde me sangraba

el corazón – porque los hilos

no se podían cortar. (Munch, 2015, p.97)


La seducción y el amor mortal, dispuesto a la unión y consumación, destaca tanto en su escrito como en su pintura. El abrazo, como el “beso del vampiro”, descubre un lazo carnal que transita entre el hombre que palidece y la mujer que enrojece. El amor arrastra a su vez el presagio siniestro de lo que no se puede evitar: la fascinación fatal. Este tópico es muy común en la literatura romántica, y también, por su puesto, en la figura siempre seductora del vampiro decimonónico. En el cuento de Le Fanu, éste nos narra la fascinación amorosa de dos jóvenes: Carmilla (la vampiresa) y Laura. Y en uno de sus clímax, nos presenta la unión amorosa de ambas en el beso. En el diálogo se lee:


Por toda respuesta me dio un beso.

—Estoy segura —añadí— de que has estado enamorada y de que todavía lo estás.

—Jamás estuve enamorada de nadie ni lo estaré —musitó—, a menos que sea de ti.

¡Qué bella se veía a la luz de la luna!

Hundió el rostro en mi cuello y comenzó a soltar suspiros que semejaban sollozos, al tiempo que su mano temblorosa apretaba la mía.

—Querida, querida mía —musitó junto a mi oído—. Vivo por ti y tu deberás morir por mí. Tanto es lo que te quiero. (Le Fanu, 1872, p.314)


¿Acaso Carmilla se acercó a su cuello en un acto de seducción y amor pasional, auténtico; o ante el ansia de morder y consumar su necesidad? ¿Para el lector, no resulta seductoramente indeciso el “sollozo” tembloroso, en donde la boca que parece desear se restringe a sí misma? En el vampiro se atisba la ambigüedad que comparten el amor y el ansia—casi libidinal, por la sangre—, un movimiento volitivo e irresistible que vuelve difuso a ambos estados anímicos. Esa oscuridad se insinúa muy bien en ambas expresiones artísticas. La vampiresa de Munch, que destaca por su soberanía y dominio frente al otro, comparte con la vampiresa Carmilla una debilidad, que es a su vez la fuente de su fuerza: el amor y el deseo de la vitalidad del otro.



 

La máscara nihilista: Lo atronador, el grito

El grito (1893), Edvard Munch.


Los estudios de Munch parecen no estar completos sin una revisión de su obra “cumbre”, El grito (1893). Múltiples escritos como los de Elizabeth Ingles y demás académicos han profundizado con anterioridad en los paralelos entre la pintura extática y delirante del autor, y los episodios de mayor fragilidad psicológica del artista. Pero más allá de su vinculación autobiográfica, ciertamente esta pintura aviva en el espectador la experiencia sórdida y atronadora —de un grito— que indecide y desarticula toda certeza. En sus escritos se conserva un pasaje muy célebre en el que el autor narra una perspectiva alterna y más subjetiva respecto de esta obra:


Paseaba por el camino con dos amigos —cuando se puso el sol. De pronto el cielo se tornó rojo sangre. Me paré, me apoyé sobre la valla extenuado hasta la muerte —sobre el fiordo y la ciudad negros azulados la sangre se extendía en lenguas de fuego. Mis amigos siguieron y yo me quedé atrás temblando de angustia— y sentí que un inmenso grito infinito recorría la naturaleza. (Munch, 2015, p.117)


El fragmento parece generar una controversia respecto del origen del grito —interno o externo al sujeto— , pero debe recordarse la autonomía que reside primero en la obra, y no en ningún intento de explicación externo a ella. De todos modos, El grito impacta como obra en tanto ofrece una experiencia estética de indecisión respecto de lo que es. Si la distorsión caricaturesca y la pincelada errática son los elementos expresivos más propios de la obra de Munch, en El grito funcionan en beneficio de la experiencia extática y desequilibrada de las fuerzas que rebasan al sujeto y que cuestionan la autonomía de su identidad. ¿El vampiro no lidia constantemente con fuerzas ultrahumanas y bestiales, que le constituyen al mismo tiempo que le animalizan?


El sujeto que padece el grito es también un ser vampírico, que experimenta en el grito la desarticulación de su individualidad, la intromisión aterradora de fuerzas que conviven con él y se le escapan. El escrito de Munch apela a la naturaleza como la fuente del estallido. Paralelamente, en la figura del vampiro, convive una naturaleza bestial que asedia el lado más humano del sujeto. Ilustra nuevamente la historia de Carmilla, la vampiresa que en un momento de flaqueza: “Empezó a temblar de manera tan incontrolable como si tuviese escalofríos. Al parecer luchaba con todas sus fuerzas para contener un ataque. Por fin, soltó un grito profundo, desgarrador, y poco a poco fue tranquilizándose” (p.307). Tanto en los personajes vampíricos de Munch, como en la figura decimonónica de éste monstruo, la crisis pone al descubierto un conjunto de fuerzas vitales y naturales (la enfermedad, la insanidad; o sobrenaturales en el caso literario), que juegan implícitamente en el terreno de la subjetividad: fragmentándolo, ofreciendo un momento de indeterminación y duda profunda ¿ese no es nuestro encuentro estético con El grito?




 

La máscara Vitalista: La belleza de lo perentorio


Aunque las lecturas más comunes de la obra de Munch siempre resaltan el componente existencial, afligido, tormentoso y angustioso de su obra y de su vida; quedarse únicamente con esos elementos resulta un tanto restrictivo. En obras como El beso (1897), o La danza de la vida (1899-1900), se exalta la complementariedad de los elementos que forman parte de la vida. Incluso su más famoso cuadro, El grito, formó parte de uno de sus trabajos más importantes: El friso de la vida (1893-1902). Una exposición que agrupaba un conjunto de sus obras, y que las hacía encajar en una composición narrativa. De acuerdo con la comisaria del Museo Thyssen-Bornemisza, Alarcó Canosa (2017), el orden expositivo de los cuadros establecía en su conjunto la narración del devenir de los siguientes temas: 1) el nacimiento del amor; seguido de 2) el florecimiento y muerte del amor; 3) Ansiedad; para terminar la lectura secuencial con los cuadros dedicados a: 4) la muerte. (Alarcó, 2017).


Reproducción de El friso de la vida de 1902, en el Museo Nacional de Oslo, año 2017.


Cada obra pictórica mencionada hasta este punto tiene su espacio en el ciclo de El friso de la vida, el cual “termina” con la pintura de Metabolismo (1899) en el que se representa a un Adán y Eva muy singulares y propios de Munch. La composición narrativa del artista noruego, ¿nos lleva de vuelta al origen? Su movimiento intrínseco y temático es el de un ciclo, un movimiento que oscila y vuelve sobre sí. Ese es el ciclo de la vida: nacimiento y muerte; adquisición y pérdida; del amor, por ejemplo. Edvard Munch al reflexionar sobre los cuadros que componen la exposición afirmó que:


Y al otro lado, la que va

Vestida de luto, mira la

Pareja que baila —desahuciada—

como fui desahuciado yo — de su baile

y al fondo la furiosa multitud

danza en brazos salvajes —

luego El grito —…—…—

Acaba con el cuadro de la muerte,

El eterno trasfondo la danza de la vida —


El conjunto pictórico evoca la mencionada danza de la vida, que es eterna y vuelve sobre sí. Cómo vuelve sobre sí el eterno retorno Nietzscheano, la afirmación incondicional del apego a la vida junto con sus vicisitudes. Nietzsche, a través de Zaratustra proclamaba: “‘¿Era esto la vida?’, me gustaría decirle a la muerte, ‘¡Pues bien! ¡Otra vez!” (Nietzsche, 1883, p.167). En Nietzsche, como en la seductora Carmilla, el sí incondicional a la vida implica la aceptación deseante de todo lo perecedero. Y efectivamente, la figura literaria del vampiro evoca explícitamente este placer lúcido por la vida tal cual es: los vampiros también dicen sí a todo cuanto es. La aceptación de la mortalidad en ambas figuras —Nietzsche y el vampiro decimonónico— permite destacar la belleza de las cosas, en tanto se encuentran marcadas por el cambio. El vampiro no desea la eternidad en sí misma, sino que anhela el disfrute siempre renovado por lo perecedero: la voluptuosidad de la sangre. Violeta Badea (2019), al volver sobre la figura de Carmilla, sostiene que: “se proyecta también la voluntad de poder de la vampiresa (y una conciencia fuerte), ya que al aceptar la eternidad, Carmilla acepta asimismo el sustrato dionisiaco y la monstruosidad tanto de la vida como de la muerte” (p.84).


Los vampiros de Munch suelen anhelar el pasado y lo perdido, pero más allá del dolor irresoluble por lo vivido, sus personajes y escenas pictóricas también proyectan una voluntad de vida irrefrenable. Es por ello que en ambos, el rostro más sensual de lo humano siempre se encuentra acompañado de su faz más siniestra.


Tanto en la figura literaria del vampiro como en la obra de Munch, destaca un incondicional a lo perentorio. Una lucidez trágica respecto de la dimensión dionisiaca-sublime y apolínea-bella de la realidad. Y es que las máscaras de lo vampírico nos descubren una doble mirada: una que ve con éxtasis y horror el conjunto de fuerzas bestiales y animales que anidan en la identidad del sujeto, cuestionándola; y otra mirada más sonriente, dispuesta a danzar en honor a la vida. Pues amar la vida es aceptarla en su totalidad.


La danza de la vida (1899-1900), Edvard Munch


En Carmilla (1872), se trata del personaje principal: Laura; en El parásito (1894),el profesor Gilroy; y en la novela de Drácula (1897), la joven Lucy.


Para conocer con más detalle el orden narrativo de las obras que formaban parte de cada sección, aconsejo revisar la conferencia de Alarcó Canosa ( 30''50')



 

Referencias bibliográficas


Alarcó Canosa. [Museo Nacional El Prado]. (2017, 13 de marzo). Edvard Munch, visiones y símbolos [Video Conferencia]. YouTube. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=M1fm4_Tc3oA




Le Fanu, S. (1872) Vampiros: Carmilla. Edición de Rosa Samper y Óscar Sáenz. Editorial Penguin Ramdom House. Primera edición, 2017.


Munch, E. (2015). Antología: El friso de la vida. Recuperado de: http://ebiblioteca.org/?/ver/106868


Nietzsche, F. (1883). Así habló Zaratustra. Obras completas, vol. IV.


 

Ernesto Borges (Caracas, 1999) es licenciado en Estudios Liberales por la Universidad Metropolitana.

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