Morela Cañas
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Escena I / Aproximación al término Paisaje
“La geografía está del lado de la percepción,
el paisaje del lado del sentir”
Jean-Marc Besse, La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía
La idea general que se tiene del paisaje suele estar asociada a la naturaleza como perfil más prominente del término, pero ¿puede realmente constreñir su significado a la única esfera de los ecosistemas naturales, algo que incluye también aspectos de estudio sociológico, económico, político, geográfico y estético? Cuando una noción tiene tantas aristas de interpretación, y además se suman a ella apreciaciones que rondan las artes, las letras y la filosofía, resulta muy complejo para los investigadores atajar una definición que prive el carácter objetivo sobre el subjetivo.
A pesar de que existen diferencias básicas entre los conceptos de espacio, territorio, medio ambiente, geografía y paisaje, el grueso de la población suele abordar los términos sin distinguir los matices que resaltan los contrastes entre las acepciones involucradas. No obstante, la conciencia de su divergencia cobra cada día más auge no sólo en los predios científicos, sino también en otras áreas de las humanidades que la teoría del paisaje seduce en la actualidad.
Teniendo en cuenta que las reflexiones sobre territorio, identidad y nacionalismo se asumen con más fuerza cuando se instauran los ideales modernos, la noción y el género del paisaje se convierten desde entonces, en punta de lanza del pensamiento decimonónico; incluso en la palestra del arte que históricamente le había relegado a una categoría menor. Por ende, lo que hace doscientos años fue para el paisaje una conquista en la representación pictórica, es hoy para la estética y otras áreas de investigación contemporánea, una fuente inagotable de estudio sobre las que se erigen los pilares de la nueva conciencia medio-ambiental, sujeta a las cuestiones que hoy yacen en boga sobre el cambio climático, y otros temas de gran impacto que afectan nuestro futuro próximo de una manera radical.
No fue sino hasta el furor de los exploradores y viajeros románticos del siglo XIX, que el paisaje vio sus primeras luces como campo de estudio abierto a casi todas las disciplinas. La influencia de los aportes científicos en el arte del paisaje, dio un vuelco decisivo a partir de las publicaciones que comenzaron a rebosar los anaqueles de las bibliotecas europeas, donde figuraban los nombres de personajes como el polímata Alexander von Humboldt y el naturalista Aimé Bonpland. De ahí que muchos geógrafos y botánicos se aventuraran por tierras exóticas a registrar nuevas especies de biomas, fauna y flora, acompañados por algún dibujante que se dedicara a plasmar las visiones del paisaje con sumo detalle.
Fig.1. Friedrich Georg Weitsch, Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland a los pies del volcán del Chimborazo, 1810.
Gracias a estas hazañas, …
Hoy, muchos estudiosos comparten la necesidad de destacar el altísimo valor, histórico y humano, del paisaje, término que se considera prácticamente insustituible y que no es equivalente a otros como territorio o ambiente, por la dimensión perceptiva, sentimental, representativa, proyectual y evocativa que encubre. En su nombre, distintos aspectos de la civilización y del saber se relacionan entre sí: el mito, la identidad de los lugares, su conservación, su ruina o su posible restauración. Partiendo de esta premisa, podemos estudiar el paisaje bien como arte, bien como categoría del pensamiento y de la actividad humana que diseña una compleja arquitectura del hacer y del imaginar. [1]
Si bien lo que propone esta definición parece abrazar la totalidad de los enunciados que pretendemos nosotros tocar en nuestro texto, cada uno de los aspectos que destaca el teórico Raffaele Milani, nos recuerda la amplitud semiótica que encarna el paisaje en su lectura. Como un entramado de signos que componen el cuadro, el paisaje alberga, según lo que nos cuenta el autor de la cita anterior, dimensiones que transitan los juegos de la percepción, las emociones, y la capacidad para ser al mismo tiempo, una representación, un designio entre lo real y lo ficticio, y hasta una forma de sugerir que los elementos en conjunto disponen a los sentidos.
Sin embargo, lo que más nos interesa resaltar de la idea, es la introducción que hace el autor al fenómeno del paisaje allende al mito, donde ambos términos se relacionan entre sí, conjugando su génesis con la identificación territorial que cristaliza en el individuo, la conciencia moderna de identidad. Razón por la cual, “el paisaje cuenta, bajo el gozo estético, otra historia, desarrolla otro sentido” [2], en el que se desprende un sistema de signos, flujos, formas, texturas, tensiones y límites que configuran el espacio de sus habitantes. Como si se ofreciera al interlocutor, una suerte de espacio para ser leído, en el que la cultura propia de cada individuo se convierte en la clave para descifrarlo.
Así, en el mismo orden de ideas que unen el paisaje a la categoría subjetiva del sentimiento, podemos inferir que éste prolonga la atmósfera de su halo vivencial, o, lo que es igual, participa de un ambiente o un temperamento que algunos teóricos insisten en llamar stimmung. En ese marco, el paisaje responde a una disposición o voluntad originaria del ser, que fusiona su visión con las impresiones que el propio mundo le ofrece. Como si fuera en sí mismo una ensoñación, “el paisaje es desorientación radical, surge de la pérdida de toda referencia, es una manera de ser invadido por el mundo”[3]. Una experiencia que sutil y constantemente nos golpea.
Más allá de todas las figuras retóricas que engendra, “antes de todo espectáculo, y dando al espectáculo su verdadera dimensión, el paisaje es expresión, y, más precisamente expresión de la existencia”. Tanto en su aureola real como en su aureola imaginaria, “el paisaje es esencialmente mundo antes que naturaleza, es el mundo humano, la cultura como encuentro entre la libertad humana y el lugar de su desarrollo” [4]. Esos trazos visibles e invisibles que resumen la experiencia del hombre en la Tierra, y promueven la grafía existencial del espacio ante nosotros.
Fig.2. Joaquin Sorolla, El pescador, 1904.
Escena II / La ensoñación de las materias como germen de la creación paisajística
El eco del paisaje resuena en nosotros como un hilo de gotas dentro de una cueva. Nosotros vendríamos a ser la cueva donde se resguarda la memoria del paisaje, y el hilo de gotas la repetición infinita de su reverberación en el Ser. Como una suerte de caja musical donde se congelan tres o cuatro compases de la melodía, aparecen en nuestra psique fragmentos del paisaje que armonizan con nuestra propia armadura de clave. Y a veces son tan íntimos los fragmentos, y laten con tanta fuerza sus imágenes, que se vuelven parte de nuestro ritmo a un punto indivisible.
Somos lo que somos entonces por esos paisajes que han germinado dentro de nosotros sus semillas. Trozos de atardecer y de cielo crepitan en nuestros recuerdos, tanto como las voces familiares y las fotografías de la infancia. Trozos de mar y nubes y cuerpos, alzan el vuelo sobre el horizonte de nuestra imaginación, mientras la llama arde en la hoguera interna que se resiste al invierno del tiempo. Y así pasan los años, de sol a sol, día tras día, con esos paisajes intactos en el recuerdo, aun cuando hayamos mudado de piel muchas veces y hayamos construido el nido otras tantas. Pasan las lunas en el calendario, y el paisaje permanece; anclado en las imágenes de nuestro pensar, fusionado con paisajes nuevos que sostienen las antiguas raíces.
Fig.3. Yeni y Nan, Simbolismo de la Cristalización - Araya, 1983-84.
Se solidifica en nosotros, de este modo, una materia que nos identifica, un paisaje que nos pertenece. Incluso podríamos dudar sobre quién le pertenece a quién: Si el paisaje a nosotros, o nosotros al paisaje. La cuestión es que su materia llega realmente a decir más de nosotros mismos que las propias palabras, y nuestro temperamento cobra un sentido afín a esa materia que nos llama. Según las filosofías “primitivas” de muchos pensadores en Oriente y Occidente, cada uno de los elementos naturales que se adhieren al perfil del paisaje, comportan una característica que representa simbólicamente a los individuos. De ahí que podamos comprender que una persona pasional o colérica se identifique con el fuego, o que otra más apacible y dispersa se sienta atraída por el aire.
Si bien es cierto que esta división de carácter por resonancia con un elemento, suele ser bastante acertada por norma general, “cada paisaje tiene su lenguaje”[5], y cada paisaje puede estar compuesto por múltiples elementos que participan al unísono de él. Por tal motivo, observamos en la mayoría de las representaciones artísticas que versan sobre el género del paisaje, una preferencia del autor por ciertas materias que configuran los rasgos de su ensoñación más íntima. De esta manera, encontramos por ejemplo en la pintura de Claude Monet, una profunda germinación de los paisajes acuáticos y aéreos, en los que flotan por doquier sus sueños de ninfeas y puentes japoneses; mientras Vincent Van Gogh se separa del estanque monetiano, para refugiarse en las visiones pastoriles de la tierra donde crecen sus girasoles.
El primero, circunscrito casi por entero al lenguaje de las aguas y del aire, deja lucir en su pintura toda la unidad y concreción del elemento acuático, al que se suma la movilidad del aire como respuesta a las propias características de su personalidad. Sin embargo, el segundo, busca en los elementos terrestres quizás un asidero o un vértice donde reposar la angustia que le aqueja. De este modo, mientras Monet refleja su forma de ser y ver el mundo emulando los escenarios que frecuenta, Van Gogh prolonga la búsqueda de sí mismo, en el elemento primordial que le devuelve de a ratos la cordura.
El mismo ejercicio se repite incesantemente en la apreciación de las obras y los elementos naturales que subyacen a estas. Por citar otro ejemplo oportuno, “los paisajes de Friedrich restituyen un clima romántico donde los fenómenos naturales asumen un aspecto oracular, misterioso”[6], que deja entrever el carácter espiritual de su pintura, a tono con el lenguaje del aire que resbala en la bruma de sus bosques y acantilados, y en la sensación de vacío nostálgico que producen sus horizontes.
Fig.4. Caspar David Friedrich, La luna saliendo a la orilla del mar, 1822.
Porque, “antes de ser un espectáculo consciente todo paisaje es una experiencia onírica, (…) pero el paisaje onírico no es un cuadro que se colma de impresiones, sino una materia que cosecha”[8] en nuestros adentros, los fermentos que hemos digerido en las horas de profunda contemplación. Tal como afirma el poeta Yves Bonnefoy, “el paisaje comienza en el arte con las primeras angustias sobre la conciencia metafísica, la que se inquieta de repente con la sombra que se mueve bajo las cosas”[9]. Esa conciencia que se pregunta por la densidad de las materias elementales y por el espesor de su origen; tanto como los pintores anteriores demuestran en el oficio del pincel, evocando la propia sustancia inmaterial de los elementos naturales que polinizan su influjo.
Escena III / Ficción y realidad en la memoria del paisaje. Paisajes internos y externos
“El paisaje es tanto real como imaginario”
Raffaele Milani, El paisaje en la cultura contemporánea
A tono con las ideas expuestas en los apartados previos, deducimos que el paisaje juega un papel esencial en la vida del hombre. Podríamos decir incluso, que la existencia del hombre está sujeta a la existencia del paisaje. No hay constructo de lo humano que no se adhiera necesariamente a su esfera. Reflexionar sobre el paisaje es pensar más allá de la mirada. No puede simplemente ser visto, el paisaje se contempla. Se pesa su materia. Se respira. El paisaje nos invita a la introspección. Nos hace cavilar sobre el sentido de la physis, y sobre nuestro propio sentido en ella. Nos invade. Nos invoca. Solicita. Más que un espacio, lugar o territorio, el paisaje es identidad y memoria. Casa. Refugio. Intimidad.
El paisaje es entonces lo propiamente humano. Es el perfil que ciñe al hombre en su cultura. Forma parte de su tradición, de su experiencia. Es lo vivido y lo transitado. Mapa sin fronteras trazadas. Peñasco, sal o flor. Bosque, ala o palmera. Cosecha, llama o erizo. Agua que corre o agua dormida. El paisaje va más allá de la naturaleza y del artificio. Circula entre la realidad y la ficción. Es mito, paraje, caverna repleta de pensamientos. El paisaje es creación.
Fig.5. Camille Pissarro, Dos mujeres conversando junto al mar, Saint Thomas, 1856.
Cuando el hombre tiene la certeza de un paisaje propio, alberga para sí la imagen de un mundo interior. “Un mundo se forma en la ensoñación, un mundo que es nuestro mundo”[9]responde a esa geografía del alma que devela cualquier descenso en el yo. El poeta romántico Novalis nos recuerda, a propósito de ello, que “toda mirada hacia el interior, es al mismo tiempo ascensión, asunción, mirada hacia la verdadera realidad exterior” [10] que configura el perfil de la memoria en trazos de paisaje.
De ahí que podamos afirmar la presencia de paisajes que no sólo se encuentran en las huellas del mundo exterior, sino también, y más profundamente, en los confines internos del ser que llaman el alma: “Si la belleza del mundo forma un paisaje, el alma de un ser también es paisaje, algo que Verlaine expresa en el verso: Su alma es un paisaje elegido… y que la estética china designa con el término sentimiento-paisaje”. En vista de ello, es totalmente válido pensar que “el paisaje del alma está hecho de nostalgias y sueños, de miedos y aspiraciones, de escenas vividas y escenas presentidas” [11], que recogen la impresión de nuestras pisadas, sean éstas reales o imaginarias.
Bajo esta premisa que sitúa los bordes de algo en sí mismo inconmensurable, cabe aceptar la idea de que “el paisaje es atormentado por el infinito, y quizás, en el fondo, esta insistencia, esta presencia desbordante del infinito en lo finito, sea el resorte más íntimo de la experiencia paisajística” [12] que intentamos evocar con las imágenes que vertemos sobre la página.
Notas
[1] Milani, Raffaele. “Estética y crítica del paisaje” [Trad. Carmen Domínguez]. En: Nogué, Joan (Ed.). El paisaje en la cultura contemporánea. Madrid: Biblioteca Nueva, 2008. p.46.
[2] Besse, Jean-Marc. La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía. Madrid: Biblioteca Nueva, 2010. p.119.
[3] Ibídem. p.146.
[4] Ibídem. p.166.
[5] Roger, Alain. Breve tratado del paisaje. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. p.109.
[6] Milani, Raffaele. “Estética y crítica del paisaje” [Trad. Carmen Domínguez]. En: Nogué, Joan (Ed.). El paisaje en la cultura contemporánea. Op.cit. pp.52-53.
[7] Bachelard, Gaston. El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia. México: FCE, 2011. pp.12-13.
[8] Bonnefoy, Yves. “Le peintre dont l’ombre est le voyageur”, en: Rue Tranversière et autres récits en rêve. París: Gallimard, 1992. p.162.
[9] Bachelard, Gaston. La poética de la ensoñación. México: FCE, 2011. p.20.
[10] Béguin, Albert. El alma romántica y el sueño. Ensayo sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa. Madrid: FCE, 1978. p.256.
[11] Cheng, François. Cinco meditaciones sobre la belleza. Madrid: Siruela, 2007. p.48.
[12] Besse, Jean-Marc. La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía. Op.cit. p.17.
Bibliografía
Bachelard, Gaston. El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia. México: Fondo de Cultura Económica, 2011.[1ºed.1942] [Trad. Ida Vitale].
Bachelard, Gaston. La poética de la ensoñación. México: Fondo de Cultura Económica, 2011. [1ºed.1960] [Trad. Ida Vitale].
Béguin, Albert. El alma romántica y el sueño. Ensayo sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1978. [1ºed.1939] [Trad. Mario Monteforte Toledo].
Besse, Jean-Marc. La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía. Madrid: Biblioteca Nueva, 2010. [Ed. Federico López Silvestre] [Trad. Marga Neira].
Bonnefoy, Yves. Rue Tranversière et autres récits en rêve. París: Gallimard, 1992.
Cheng, François. Cinco meditaciones sobre la belleza. Madrid: Siruela, 2007. [Trad. Anne-Hélène Suárez Girard].
Nogué, Joan (Ed.). El paisaje en la cultura contemporánea. Madrid: Biblioteca Nueva, 2008.
Roger, Alain. Breve tratado del paisaje. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. [1ºed.1997] [Trad. Maysi Veuthey].
Morela Cañas (Venezuela, 1991). Historiadora del Arte, egresada Summa Cum Laude de la Universidad Central de Venezuela (2016), donde ejerció labores de docencia e investigación en las Artes Plásticas. Realizó el Catálogo de Obras de Arte de la Colección El Nacional, y el Catálogo de pinturas de Emilio Boggio de la Colección Concejo Municipal de Caracas -ambos inéditos-. Se desempeñó como investigadora en la Fundación Gego, y participó como ponente en diversas universidades e instituciones museísticas, con sede en la ciudad de Caracas. Dentro de su formación complementaria, cuenta con estudios de música, fotografía, pintura, estética y análisis literario. Desde el año 2018 reside en España y obtiene una Beca para cursar el Máster en Arte: Idea y Producción de la Universidad de Sevilla (2020). Vive actualmente en Madrid, donde exhibe su primera muestra individual [Marginalia Multimedia] y colabora en medios culturales de difusión digital.