Renato Bermúdez Dini
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Una versión preliminar de este texto se presentó como ponencia en las XI Jornadas de Investigación Humanística y Educativa de la Universidad Central de Venezuela, en 2015. La versión que aquí se presenta fue editada a profundidad expresamente para su publicación en el Blog de la Sala Mendoza, durante la cuarentena por la pandemia de coronavirus entre junio y julio de 2020.
Para Esther, imagen de una amistad entrañable
—¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?
Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo: —¡Oh, amigos! Nadie me mata con engaño y no con fuerza.
Homero, Odisea, Canto IX.
Creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven.
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera.
A medida que la pandemia del coronavirus avanzaba, mientras veía entre espantado y curioso cómo su curva crecía y crecía, me preguntaba cada vez más por el lugar que ocupan las imágenes en nuestra vida cotidiana y, más específicamente, por cómo las miramos, especialmente en estos momentos de confinamiento. Pareciera que mirar se ha convertido en un acto indispensable de supervivencia en la soledad de la cuarentena. Para entretenernos, pasamos el día buscando nuevas películas o tratando de ponernos al día con las series que veíamos. También nos entretenemos (o creemos cultivarnos) viendo los múltiples recorridos digitales que grandes museos internacionales han puesto en línea sobre sus colecciones. Entre trabajo y estudios, pasamos horas frente a nuestras computadoras conectados a plataformas para videoconferencias. Cuando no estamos trabajando, nuestros pulgares se cansan de hacer scrolling todo el día en nuestras distintas redes sociales –después de todo, como diría Roland Barthes, no es el ojo el órgano por excelencia del fotógrafo sino el dedo, ya no deslizándose voluptuosamente por el disparador de la cámara, como lo pensaba él, sino bailando sobre las pantallas de nuestros celulares–[1]. Si nos ponemos un poco más serios, no nos despegamos de la televisión para seguir a detalle los reportes de las distintas autoridades sanitarias locales y mundiales. Vemos una tras otra, entre aterrados e incrédulos, las gráficas que anuncian el aumento imparable de la pandemia y tratamos de ubicarnos a nosotros mismos en los mapas de los focos de contagio en nuestros distintos países. Cuando salimos a la calle, si es que salimos, tratamos de medir con la mirada el espacio que dejamos entre nosotros y otras personas, y vigilamos quién lleva puesto su tapaboca y quién no. De vuelta en casa, donde creemos sentirnos un poco más seguros, la mirada de nuevo apremia: nos lavamos las manos frenéticamente como queriendo ver cómo nos deshacemos de toda posible contaminación, intentando ver lo que no es dado a la vista, viendo sin poder ver.
Algunas visualidades en tiempos de pandemia. Collage: Renato Bermúdez Dini.
Quizá fue esta inminencia de la mirada en plena pandemia lo que me hizo querer leer el famoso libro de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, como en un intento desesperado por encontrar alguna narrativa para esto que está pasando frente a nuestros ojos ahora mismo. La novela es un ejercicio de imaginación de una vida sin ojos que puedan ver, una vida caótica en la que no podemos orientarnos ni darle sentido a nada porque de pronto una misteriosa epidemia de ceguera ha trastocado la cotidianidad y, con ella, se han esparcido la confusión y las desgracias. Saramago, sin embargo, no retrata únicamente las atrocidades de una humanidad que sigue siendo igual de insensata que siempre solo que además ciega, sino que también ofrece una aguda reflexión sobre “la responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido” [2]. El libro hace ver –casi a fuerzas, por la tenaz narración– que la mirada es un asunto mucho más complejo que estar dotados de un par de ojos sanos, biológicamente funcionales: ver, en realidad, es un acto social con una ética que a veces no alcanzamos a vislumbrar, entre tantas imágenes que nos rodean, entre tantas cosas por ver.
De toda la novela, hubo una escena que me impactó y extrañó mucho. En algún punto de la narración, la epidemia ha avanzado tanto que pareciera que incluso las obras de arte en los museos han quedado ciegas, a falta de tener frente a ellas ojos que las puedan ver. Es como si esas grandes imágenes de la Historia del Arte quisieran ser vistas, como si supieran que su única razón de ser es la del intercambio de miradas furtivas. Este pasaje me recordó inevitablemente al famoso ensayo “What Do Pictures ‘Really’ Want?” [3], del teórico W. J. T. Mitchell, uno de los personajes clave de los Estudios Visuales, un campo transdisciplinar que se ha encargado de estudiar las imágenes como fenómenos complejos que articulan distintas esferas de la vida humana y que, por ende, deben ser estudiadas desde una perspectiva más amplia que la que ofrece una disciplina tan rígida como la Historia del Arte [4]. En ese ensayo, Mitchell plantea una suerte de subjetivización de las imágenes (a partir de la noción de fetiche que retoma tanto de Freud como de Marx) [5] para preguntarse qué es realmente lo que ellas quieren. Al plantearse esta duda, Mitchell admite que, desde su perspectiva, las imágenes tienen agencia, pueden desear cosas. Responder esa pregunta es algo muy difícil de hacer, como lo advierte Mitchell a lo largo de su ensayo, pero lo que sí podemos lograr al menos es hacer la pregunta en sí misma, no dar por sentado el sentido de las imágenes sino interrogarlas para construirlo, invitarlas a hablar. [6]
Es lógico, pues, que las imágenes en la novela de Saramago enceguecieran también, ante la imposibilidad de volver a tener algún interlocutor que entablara un diálogo visual con ellas. Creo que lo que ocurrió en esa escena es que la Historia del Arte misma dejó de ver, incapaz de hacerse cargo de lo que sucedía con la mirada en el resto del universo de la novela, y también creo que eso podría ser una forma de ver lo que ocurrió cuando surgieron, entre la década de los ochenta y los noventa del siglo pasado, los Estudios Visuales, cuando se hizo evidente que la Historia del Arte no podía seguir encargándose sola de todos los fenómenos de la visualidad. Desde el desarrollo de la fotografía a mediados del siglo XIX, pero con mayor énfasis desde la década del cincuenta del siglo XX, la escalada de producción de imágenes ha sido abrumadora: vallas publicitarias, aparadores y vitrinas, grafitis, publicidad, libros, revistas, periódicos, fotografías, televisión, cine, dispositivos móviles, internet, redes sociales; donde quiera que veamos, estamos rodeados de imágenes. De hecho, existen tantas hoy en día que, para algunos teóricos, “sería legítimo plantearse la cuestión de la densidad de imágenes por metro cuadrado o por metro cúbico, tanto en el espacio global de la ciudad como en el espacio personal y centrípeto de la organización del mundo que nos rodea” [7].
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, 1995.
En este sentido, es ingenuo pensar que la Historia del Arte podría seguir conservando para sí el monopolio de la visualidad. Las obras de arte, por supuesto, forman una parte importante de lo visual pero, como señala Mitchell, son apenas una rama del intrincado árbol genealógico de las mágenes.[8] Es así como los Estudios Visuales han emergido como un nuevo espacio para estudiar “lo visual como un lugar en el que se crean y discuten los significados” [9], un campo donde
la visualidad se entiende como una disciplina táctica que busca dar respuesta al rol de la imagen como portadora de significados en un marco dominado por los discursos horizontales, las perspectivas globales, la democratización de la cultura, la fascinación por la tecnología y la ruptura de los límites alto-bajo más allá de toda jerarquizada memoria visual [10].
Desde esta perspectiva, los Estudios Visuales se interesan por mucho más que las obras de arte, ajustan su radar a una visualidad que se desborda por todas partes en nuestra vida cotidiana: una visualidad que, de hecho, no tiene que ver solo con el torrente de imágenes que producimos y consumimos sino también con las múltiples condiciones sociales por las que fluyen [11]. En pocas palabras, los Estudios Visuales no solo se interesan por otro tipo de imágenes –desde las que no pueden verse a simple vista y requieren de la mediación de complejas disciplinas de estudio y aparatos como los telescopios de la astrofísica o los microscopios de la virología, hasta los mass media [12]– sino que también se interesa por estudiarlas de otros modos, por preguntarse qué relación guardamos con ellas, cómo las vemos, por qué vemos como vemos y para qué.
Es desde esta mirada crítica desde donde me interesaría emplazar mi reflexión sobre las imágenes en nuestra contemporaneidad. Creo que, a propósito de estas interrogantes sobre qué hacemos con las imágenes hoy en día, conviene atender a una consideración de Gilles Lipovetsky en su libro La era del vacío (1986). Bajo el subtítulo Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Lipovetsky asegura que en nuestro tiempo todos actuamos de forma narcisista, y que todo lo que gira a nuestro alrededor no tiene otra función que no sea satisfacer nuestras necesidades individualistas, siempre procurándonos el mayor placer posible. Estas son sus palabras al respecto:
A cada generación le gusta reconocerse y encontrar su identidad en una gran figura mitológica o legendaria que reinterpretan en función de los problemas del momento: Edipo como emblema universal, Prometeo, Fausto o Sísifo como espejos de la condición moderna. Hoy Narciso es, a los ojos de un importante número de investigadores, (…) el símbolo de nuestro tiempo [13].
Cuando habla de Narciso, Lipovetsky apunta hacia el hedonismo del individuo contemporáneo, que vela únicamente por sus intereses personales en todas las esferas de su existencia: lo político, lo económico, lo histórico, lo biológico, lo cultural. Las guerras, la corrupción política, las crisis económicas y los desastres ecológicos, entre otras angustias, parecieran habernos arrebatado toda confianza en lo social, en el poder de lo colectivo, así que nos refugiamos en la supuesta seguridad de la individualidad. En lo referente a la visualidad, el narcisismo operaría probablemente en la forma en que las imágenes sólo nos sirven para distraernos, para sentir placer, como un lugar de dispersión para obviar tantos otros temas que incomodan y que deben permanecer invisibles.
En efecto, la idea de Lipovetsky según la cual la mitología es una fuente ideal para buscar nuestras representaciones me resulta acertada y útil. Sin embargo, me atrevería a disentir en el sujeto mitológico que se ha escogido. Quizá el de Narciso no sea el más preciso de los mitos para describirnos, al menos en lo referente a nuestro vínculo con las imágenes. Más bien, el símbolo de nuestro tiempo debería hallarse en un pasaje más abismal de la mitología, uno más abrumador y cónsono con los tiempos que vivimos. La imagen a la que deberíamos apuntar es más monstruosa: creo que nuestra relación con la cultura visual contemporánea se reconoce de mejor forma en Polifemo, el cíclope de la Odisea.
Conviene repasar el relato original para vislumbrar de mejor forma las implicaciones de este símil. Según la narración homérica, Odiseo y sus compañeros de viaje, una vez fuera de la tierra de los lotófagos, continúan su camino a Ítaca y en ese recorrido por el mar se topan con la isla de los Cíclopes. Cuando atracan en la costa y entran a una de las grutas donde habían visto un rebaño de ovejas no saben, sin embargo, quién habitaba ahí. Al entrar, se consiguen con una variedad irresistible de alimentos y los devoran con avidez, con la mala suerte de ser capturados por Polifemo, quien protegía esa cueva y al rebaño. Polifemo los apresa y se va comiendo a uno cada noche. Pero Odiseo, astuto como es, le engaña haciéndole beber un vino muy concentrado y poderoso, y Polifemo comienza a perder la conciencia. En ese momento le pregunta al viajero por su identidad, y éste le responde: “Nadie es mi nombre”. El cíclope le promete que se comerá a Nadie de último, en agradecimiento por aquel vino tan delicioso. Sin embargo, caída la noche, Odiseo y sus compañeros clavan una estaca que habían afilado y calentado en la fragua justo en el ojo del monstruo, y es entonces cuando Polifemo, ciego y desesperado, comienza a gritar y lanza a sus compañeros cíclopes la frase confusa que puede leerse en el epígrafe de este texto: “¡Oh, amigos! Nadie me mata con engaño y no con fuerza.” [FIG. 3]
Fragmento del Ánfora de Eleusis, donde se aprecia a Odiseo y sus hombres hiriendo a Polifemo. Período orientalizante, 650-625 A.C.
Polifemo, el monstruo gigante y terrible, ha sido engañado y herido sin mayor dificultad por la astucia de Odiseo. Pues bien, pensemos ahora que lo que le ocurre al individuo en la sociedad contemporánea, respecto a la visualidad, es algo similar. Como Polifemo, abrimos nuestro único y gran ojo, creyendo que nada puede escapar de él, que todo lo mira, pero luego, engañados por la tempestad de imágenes que nos rodean, nos damos cuenta de haber sido heridos por Nadie, por esa gran nada de la hipervisualidad.
Paradójicamente, la cantidad de imágenes de la contemporaneidad bien podría ser inversamente proporcional al grado de intensidad o de conmoción que ellas causan en nosotros. Así lo piensa el filósofo Jean Baudrillard: “A fuerza de ser real, a fuerza de producirse en tiempo real, mientras más logradas la definición absoluta, la perfección realista de la imagen, más se pierde el poder de la ilusión” [14]. Esto es lo que Baudrillard ha llamado la desimaginación de la imagen, es decir, la “pérdida de imaginación de la imagen” [15]. Esta sospecha sobre el estatuto de las imágenes en el apogeo de su reproducción no es nueva, por supuesto. Algo similar había manifestado ya en 1972 el historiador del arte John Berger, en su famosa serie de televisión producida por la BBC, Ways of seeing. En la serie, Berger retoma las ideas principales del famoso ensayo de Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, para interrogar de qué modos hemos aprendido la Historia del Arte, prestando especial atención a las formas en las que la reproducción de imágenes a un ritmo vertiginoso ha impactado en nuestra educación estética y nuestra relación con la cotidianidad.
Fotograma de Ways of seeing, de John Berger, BBC, 1972.
Desde el mismo título de la serie, Berger hace evidente que mirar no es un acto puro e inocente sino que está condicionado por infinidad de variables: no existe un único modo de ver. A lo largo de cuatro capítulos, Berger analiza las distintas convenciones socioculturales por las que está atravesada la visión. Su conclusión general es, grosso modo, que toda imagen es siempre manipulable y, en ese sentido, que el acto de ver nunca es natural ni espontáneo. Nuestra cultura visual se constituye tanto de infinidad de imágenes como de medios y mediaciones que las conectan entre sí y con nosotros [16]. En ese sentido, el mayor acierto de la serie quizá fue, precisamente, llamar la atención sobre este asunto a partir de la propia materialidad del lenguaje audiovisual de la televisión, pues no hubiese sido lo mismo plantear esas interrogantes en la forma tradicionalmente alfabética que usaría un historiador del arte –aunque la serie fue tan exitosa que posteriormente se convirtió también en un libro– [17].
Apenas un año después del lanzamiento de Ways of seeing, en 1973, el artista Nam June Paik presentaba su videoinstalación Global Groove, que consistía en varios monitores que mostraban en simultáneo distintas imágenes y sonidos de la cultura pop universal, mientras al inicio se escuchaba una voz en off que advertía: “Este es un vistazo del video-paisaje del mañana, cuando usted será capaz de cambiar a cualquier estación de TV del mundo, y la guía de canales televisivos será tan gruesa como la guía telefónica de Manhattan” [18]. La obra me resulta relevante no solo por ser pionera del videoarte, sino porque hacía énfasis tanto en la diversidad de imágenes que proliferan en el mundo contemporáneo como en las distintas materiales que éstas cobran a través de diversos medios de comunicación masiva [19].
Fotogramas de Global Groove, de Nam June Paik, 1973.
Varias décadas después, un retrato similar podría rastrearse en una portada de la famosa revista Time: en 2006, la revista no escogió como persona del año a algún famoso de la moda, la política o la economía, sino que en su portada mostraba la palabra “Tú” dentro de una pantalla de computadora, en una plataforma como YouTube, bajo la cual podía leerse “Sí, tú. Tú controlas la Era de la Información. Bienvenido a tu mundo”.
Time’s Person of the Year, 2006.
De las calles plagadas de carteles que vería Benjamin mientras escribía su ensayo, al collage de imágenes que vemos al navegar por internet, pasando por la serie de Berger, la obra de Nam June Paik y la revista Time, se hace evidente que las imágenes nos rodean en las más diversas formas y debemos aprender a prestar atención a sus distintos modos de producción, circulación y reproducción.
Eugène Atget, Fotografía de carteles publicitarios en las calles de París, ca. 1920.
Captura de pantalla de un motor de búsqueda de imágenes en línea.
En medio de esta “crisis de información y sobrecarga visual de lo cotidiano”
[20], habría que atender a las dudas, de nuevo, de Baudrillard:
¿Existe, todavía, en los confines de la hipervisibilidad, transparencia, virtualidad, lugar para una ‘imagen’? ¿Hay lugar para un enigma, para acontecimientos de la percepción, para una potencia efectiva de la ilusión, para una verdadera estrategia de las formas y de las apariencias? [21]
La incredulidad del filósofo es más que legítima. El asunto con la abrumadora visualidad contemporánea no es su vastedad sino la superficialidad de la relación que guardamos con ella. Para encontrar sentido en este mundo de hipervisualidad habría que evadir el tránsito pasivo, reclamar nuestra agencia en la labor de lo visual. James Elkins, otro importante historiador de la cultura visual, señala que “sólo es cuestión de aprender cómo ver aquello que nuestros ojos nos ponen a disposición” [22], o si preferimos una versión más lírica de esta misma estrategia, se podría decir, con los versos de la poeta venezolana Elizabeth Schön, que debemos “andar con la mirada atenta / poseyendo la densidad del mundo” [23].
En 1984 –un año en que el cine, la televisión y la música revolucionaron la industria del entretenimiento global–[24], el crítico y teórico literario Fredric Jameson publicó su famoso ensayo “Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism”, en el que reflexionaba sobre la cultura posmoderna como un fenómeno del simulacro y el pastiche, como una época de ruptura de toda cadena significante. Jameson describe este caótico panorama como “una situación en la que cada vez somos más incapaces de forjar representaciones de nuestra propia experiencia actual” [25]. Para hacer frente a esta absoluta desorientación en la que vivimos, Jameson propone que formulemos “cartografías cognitivas” [26], es decir, un nuevo sistema de orientación, un tipo de brújula cultural y política que nos permita ubicarnos y dar sentido a nuestra existencia. Idear una cartografía cognitiva para sondear el torbellino de imágenes de nuestra cotidianidad implica el reto de conjugar nuestras experiencias más íntimas y percepciones personales con nuestro lugar en el tejido colectivo de lo social, una empresa nunca fácil de lograr pero que supone la recompensa de conseguir nuevos puntos de anclaje para resistir la tempestad visual.
Los Estudios Visuales representan actualmente un prolífico campo transdisciplinar desde el cual acometer el ejercicio de cartografiar cognitivamente nuestro presente hipervisual. Sin embargo, este reto no es solo tarea de académicos y teóricos, sino que es preciso –como lo evidencian trabajos como los de John Berger– que todos cobremos conciencia de los modos de ver en los que vivimos, que habitemos nuestra mirada de una forma más crítica y propositiva. En una época donde los medios de comunicación difunden fake news sin pudor alguno, donde la política (de derechas y de izquierdas) se ha vuelto un espectáculo bochornoso, donde derechos básicos como la información y la libre expresión se ven vulnerados a diario, y en un mundo cada vez más sobrepoblado y expoliado, es urgente que nos hagamos cargo de nuestras propias formas de visualidad, que entendamos las complejas operaciones sociales que subyacen en la mirada, que sepamos ver entre el espesor de las imágenes que nublan nuestra visión.
Como la horda de ciegos de la novela de Saramago –“ciegos que, viendo, no ven”–, debemos intentar sobrevivir en la tiniebla que se cierne sobre nosotros actualmente. Ciegos de hipervisualidad, como Polifemo, hemos de ingeniar otros modos de mirar. Recuerdo ahora las palabras de Miguel Arroyo, importante educador y museólogo venezolano, que leí durante años cuando recorría el pasillo de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela: “Ustedes tienen que aprender a ver”.
Pasillo de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, que muestra una famosa cita de Miguel Arroyo.
Bibliografía consultada
Barthes, Roland. La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, 1989.
Baudrillard, Jean. La ilusión y la desilusión estéticas. Caracas: Monte Ávila Editores, 1997.
Berger, John. Ways of seeing [serie de televisión]. Londres: BBC, 1972.
Elkins, James. How to Use Your Eyes. New York: Routledge, 2009.
Guasch, Anna María. “Los Estudios Visuales. Un estado de la cuestión”, Estudios Visuales, núm. 1, 2003.
Jameson, Fredric. “Posmodernidad. La lógica cultural del capitalismo tardío”. Trad. de Celia Montolío Nicholson y Ramón del Castillo. Madrid: Trotta, 2016.
Lipovetsky, Gilles. La era del vacío. Barcelona: Anagrama, 1986.
Mirzoeff, Nicholas. Una introducción a la cultura visual. Barcelona: Paidós, 2003.
Mitchell, W. J. T. ¿Qué quieren realmente las imágenes? México: COCOM, 2014.
Moles, Abraham. La comunicación y los mass media. Bilbao: Mensajero, 1975.
Olalquiaga, Celeste. Megalópolis. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991.
Saramago, José. Ensayo sobre la ceguera. Barcelona: Penguin Random House, 2015.
Schön, Elizabeth. Es oír la vertiente. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1973.
Notas:
[1] Roland Barthes, La cámara lúcida (Barcelona: Paidós, 1989), p. 48.
[2] José Saramago, Ensayo sobre la ceguera (Barcelona: Penguin Random House, 2015), p. 289.
[3] W. J. T. Mitchell, ¿Qué quieren realmente las imágenes? (México: COCOM, 2014).
[4] Claramente la Historia del Arte y los Estudios Visuales no representan posiciones encontradas ni irreconciliables, al contrario, están emparentadas por su interés por lo visual y por su consciencia sobre el emplazamiento histórico de la mirada. Al respecto, recomiendo el capítulo 4 del libro Visual Time. The Image in History, de Keith Moxey (Durham y Londres: Duke University Press, 2013), pp. 53-75.
[5] W. J. T. Mitchell, Ob. cit., pp. 10-11.
[6] Ibidem, p. 13.
[7] Abraham Moles, La comunicación y los mass media (Bilbao: Mensajero, 1975), p. 65.
[8] W. J. T. Mitchell, “¿Qué es una imagen?”, en Ana García Varas (ed.), Filosofía de la imagen (Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2011), pp. 110-115.
[9] Nicholas Mirzoeff, “¿Qué es la cultura visual?”, Una introducción a la cultura visual (Barcelona: Paidós, 2003), p. 42.
[10] Anna María Guasch, “Los Estudios Visuales. Un estado de la cuestión”, Estudios Visuales, núm. 1, 2003, p. 12.
[11] Para Anna María Guasch, la cultura visual es “un cajón de sastre en el que las cuestiones de género, de raza, de identidad, de sexualidad e incluso de pornografía o ideología conviven con cuestiones más específicas de la visualidad”. (Ibidem, p. 14).
[12] Al respecto, recomiendo consultar James Elkins, Visual Practices Across the University (Munich: Wilhelm Fink Verlag, 2007), un libro dedicado a explorar las distintas disciplinas universitarias que utilizan imágenes para sus distintos campos de estudio.
[13] Gilles Lipovetsky, La era del vacío Cfr. Jesús Martín Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía (México: Gustavo Gili, 1987). (Barcelona: Anagrama, 1986), p. 49.
[14] Jean Baudrillard, La ilusión y la desilusión estéticas (Caracas: Monte Ávila Editores, 1997), p. 16.
[15] Ibidem, p. 17.
[16] Cfr. Jesús Martín Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía (México: Gustavo Gili, 1987).
[17] Cfr. John Berger, Modos de ver (Barcelona: Gustavo Gili, 2007).
[18] Cfr. Nam June Paik, Global Groove, 1973. Disponible en: http://www.medienkunstnetz.de/works/global-grove/.
[19] A propósito de esta fusión entre las pantallas y los sujetos que se puede apreciar en esta videoinstalación, retomo la siguiente reflexión de la investigadora Celeste Olalquiaga: “estamos conectados a la topografía de las pantallas de las computadoras y los monitores de video, las cuales nos dan el lenguaje y las imágenes que necesitamos para llegar hasta los otros y para vernos a nosotros mismos.” (Celeste Olalquiaga, Megalópolis [Caracas: Monte Ávila Editores, 1991], p. 123).
[20] Nicholas Mirzoeff, Ob. cit., p. 27.
[21] Jean Baudrillard, Ob. cit., p. 12.
[22] James Elkins, How to Use Your Eyes (New York: Routledge, 2009), p. 242.
[23] Elizabeth Schön, Es oír la vertiente (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1973), p. 113.
[24] Una sesuda reflexión sobre las distintas producciones audiovisuales de este año y su impacto en la Historia del Arte y los Estudios Visuales puede encontrarse en Alberto López Cuenca, “¿De quiénes son las imágenes? La Historia del arte en la era Betamax”, Memoria del VII Encuentro de Investigación y Documentación de Artes Visuales. La vorágine de las imágenes. Accesos, circuitos, controles, archivos y autorías en el arte (México: INBA/CENIDIAP, 2018).
[25] Fredric Jameson, “Posmodernidad. La lógica cultural del capitalismo tardío”. Trad. de Celia Montolío Nicholson y Ramón del Castillo (Madrid: Trotta, 2016), p. 12.
[26] Ibidem, p. 28-30.
Renato Bermúdez Dini (Caracas, 1991) es licenciado summa cum laude en Artes por la Universidad Central de Venezuela (2013), donde también estudió Educación y un diplomado en Crítica del Arte (2012). Entre 2014 y 2015, fue profesor del Departamento de Estudios Estéticos de la Escuela de Artes de la misma institución. Entre 2012 y 2015, se desempañó como Coordinador de registro de la Sala Mendoza y luego como Coordinador de extensión educativa del Centro Cultural Chacao. Es egresado cum laude de la Maestría en Estética y Arte de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (2018). En 2018, fue co-curador de la exposición La demanda inasumible. Imaginación social y autogestión gráfica en México (1968-2018), presentada en el Museo Amparo (Puebla, México). Actualmente se desempeña como docente universitario y como miembro del comité de redacción de Klastos, suplemento de investigación y crítica cultural del medio digital LadoB (Puebla, México).
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