Valerie Weilheim
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“Yo no sabía que la casa de la infancia
me hiriera después
y que sus gasas, sus cortinajes, sus ropajes
se apegaran acumulados
a mi piel interior.”
Hanni Ossott
La taza pequeña. 1981
Cuando nos acercamos a la obra del pintor venezolano Jacobo Borges nos encontramos con escenas que, si bien nos extrañan, nos permiten un reconocimiento que trasciende un sentimiento país estancado en lo paisajístico y nos lleva a una interioridad vertiginosa. Sin embargo, esta familiaridad rápidamente da paso al desconcierto, donde nos damos cuenta de que hay algo que se nos está escapando, donde estamos y no estamos. Vemos en los cuadros de Borges, específicamente en las exploraciones que hizo durante los años setenta y ochenta, escenas que parecen querer contar una historia, tocar ciertas fibras sociales. Pero esta narrativa de Borges nada tiene que ver con la estructura usual de un relato, es una narración mucho más cercana a un poema: hay un interés por capturar un símbolo en su propio tiempo. Pensamos en el cuadro La taza pequeña, y descubrimos esa taza que pareciera presenciar un panorama desbordado, manteniéndose inmutable ante el caos que desató el rojo que invade el cuadro. Rojo que también está presente en la obra Ayer, donde Borges nos permite tan solo una pequeña ventana de aparente tranquilidad, mientras nos vemos encerrados en un cuarto aplastante. Volveremos a estos cuadros más adelante.
En la crónica “Diálogo entre falso y verdadero con Jacobo Borges”, de Elisa Lerner, Borges dice: “Mi interés no está en los objetos. Me interesan los objetos como están representados. Lo que busco es que los objetos aparezcan en mi pintura tal como los ven los demás. Lo que procuro es atrapar los significados que la gente les da. Cada objeto tiene una connotación. Mi interés estriba en la taza como signo” (289). ¿No nos recuerda esto un poco a las aproximaciones de George Steiner en relación a la literatura comparada? En “¿Qué es la literatura comparada?” dice: “Cada palabra (…) llega cargada del potencial de su historia (…) Los cimientos lingüísticos y, en mayor medida, los cimientos gramaticales, están ya ahí saturados de resonancias históricas, literarias e idiomáticas”. (172) Existe un esfuerzo claro por re-presentar el símbolo (pictórico o escrito), generando un desocultamiento de esta historicidad y abriendo territorios a partir de él. El símbolo, entonces, busca su propio tiempo en las manos de este pintor.
Ayer. 1975
En la crónica “Diálogo entre falso y verdadero con Jacobo Borges”, de Elisa Lerner, Borges dice: “Mi interés no está en los objetos. Me interesan los objetos como están representados. Lo que busco es que los objetos aparezcan en mi pintura tal como los ven los demás. Lo que procuro es atrapar los significados que la gente les da. Cada objeto tiene una connotación. Mi interés estriba en la taza como signo” (289). ¿No nos recuerda esto un poco a las aproximaciones de George Steiner en relación a la literatura comparada? En “¿Qué es la literatura comparada?” dice: “Cada palabra (…) llega cargada del potencial de su historia (…) Los cimientos lingüísticos y, en mayor medida, los cimientos gramaticales, están ya ahí saturados de resonancias históricas, literarias e idiomáticas”. (172) Existe un esfuerzo claro por re-presentar el símbolo (pictórico o escrito), generando un desocultamiento de esta historicidad y abriendo territorios a partir de él. El símbolo, entonces, busca su propio tiempo en las manos de este pintor.
Sabemos que el tiempo del signo es más bien borroso, aquel donde la memoria comienza a juguetear con la sombra. Deleuze plantea que el tiempo propio de la pintura parte justamente de esa mano, ese cuerpo que pinta. Es una síntesis que se presenta: “Bajo la forma de un pre-pictórico, antes de que el pintor comience, de un acto de pintar y de algo que sale de ese acto” (37). Nace entonces una memoria en el cuadro, pero es una memoria irremediablemente ligada al caos y a la catástrofe que le dieron lugar. Quizás podríamos atrevernos a unir esta memoria a aquella que nace durante la infancia, siguiendo a Sigmund Freud, donde también surgen diversas síntesis identitarias partiendo de un entender caótico, en tanto nuevo, del mundo. Es allí donde habita la imagen de la casa, la casa de infancia, aquella que se nos escurre entre los dedos al intentar formularla desde un presente. Esa casa que, en palabras de Hanni Ossott: “Se lleva a cuestas. Dolorosa. Difícil. Quisimos otra, entre tantas comparaciones. Y, sin embargo, fue para nosotros la más apropiada. La conocible, la manejable. Sus surcos estaban inscritos en nuestra sangre, aún en los exilios” (453). Se trata de una casa que intenta dibujarse sobre el territorio incierto de la memoria, el cual está en constante movimiento, trabajando la tensión entre aquello que damos por sentado como certero y la revelación repentina e inesperada de sus límites.
La Celosía. 1974
En su poemario Casa de agua y de sombras, Hanni Ossott recorre los rincones de un Yo lírico que busca volver a una casa que aparece tan arraigada como extraña en su identidad. Es el golpe del regreso transmutado, del recuerdo que, aun siendo vívido y voraz, ha perdido un tanto su tinta. Pensamos en el poema “La enfermedad” que abre el poemario, en el que nos enfrentamos a una habitación oscura que aún guarda las impresiones de un acontecimiento. O en “Quise mi casa…”, donde una casa en disolución y quiebra es el cimiento de una identidad, es la casa espejo del Yo, el Yo espejo de la casa. Estos cuartos en los que entramos al leer ambos poemas nos son extraños, no porque nos sintamos desligados de un recuerdo ajeno, sino al contrario: vemos ahí algo íntimo, acompañamos al Yo lírico cuando se enfrenta a su propio Yo y nos sentimos tan conmocionados como él al encontrar corrientes ocultas en lugares familiares. Es el signo puesto en evidencia una vez más.
Steiner plantea que al acercarnos a cualquier tipo de acto de recepción, “Intuitivamente, buscamos la analogía y el precedente, los rasgos de una familia (de ahí, «familiar») que relacionen la obra que es nueva para nosotros con un contexto reconocible” (171). En esa búsqueda muchas veces nos hayamos recordando otras obras de diversos medios y tiempos que nos ayudan a elaborar nuestra cartografía de entendimiento. He allí una de las bases fundamentales de la literatura comparada. Valiéndonos de esta rama de estudio, y siguiendo esa intuición primordial, afirmamos que tanto en las pinturas de Jacobo Borges como en los poemas de Hanni Ossott podemos reconocer ese contexto donde el cuarto y lo íntimo nos remiten a lo conocido. Pero inmediatamente nos alertan que estamos saliendo de los límites de lo que tomamos por concreto. Dice Freud: “Entre las numerosas licencias de que goza el poeta también se cuenta la de poder elegir a su arbitrio el mundo de su evocación, de modo que coincida con nuestra realidad familiar o se aleje en cualquier modo de ella” (12). En estas obras quedamos atrapados en un estado que bien podríamos emparentar con aquello que el mismo autor llama “lo siniestro”.
El tiempo que pasa I, El tiempo que pasa II. 1974
Freud describe lo siniestro como: “Todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado” (4). Cuando nos empezamos a sentir fuera de casa en las obras de Borges y Ossott es porque pequeños detalles nos dan la pista de que estamos ante algo que nos supera y trastorna nuestra visión del espacio representado. En el momento en que nos volvemos incapaces de mirar hacia atrás y dar cuenta de la casa original, surge la irremediable necesidad de reconstruirla y reconstruirnos en el proceso. Lerner, comentando uno de los cuadros de Borges, plantea: “Lo estupendo es que ese segmento algo nuboso, nos es familiar. De alguna manera, parece enviarnos alguna señal. Porque, de otra forma, seríamos unos desmemoriados. Cierto, a causa de los planos subsiste un drama dual en el cuadro” (290).
Nos interesa, entonces, ver cómo en las obras de estos dos artistas existe la intención de producir un espacio dentro del cual es posible reconocer la traza de lo siniestro en los objetos, entendiendo este encuentro no desde la pasividad de quien se queda pasmado ante el misterio, en espera, sino de quien entra en contacto con algo que forma parte de su esencia e identidad y reconoce la necesidad de un trabajo en torno a los afectos, buscando no definir, sino explorar. Porque, según Freud, en lo siniestro también encontramos: “Todas las posibilidades de nuestra existencia que no han hallado realización y que la imaginación no se resigna a abandonar, todas las aspiraciones del yo que no pudieron cumplirse a causa de adversas circunstancias, la ilusión del libre albedrío” (8). Justamente aquí es donde hay un esfuerzo común a Borges y Ossott: ese querer revelar, reconfigurar, aquello que pareciera estar perdido en el abismo. Ossott nos dice: “Muchas casas andan en nosotros. Las soñadas, las de los amigos, las proyectadas. Solo para ocultar la casa original” (453). Desocultar, entonces, desde la imagen poética, desde la deconstrucción de un símbolo. En el prólogo a las Obras Completas de Ossott, Patricia Guzmán plantea que: “Es probable que al leer la obra de Hanni Ossott sintamos que es más lo que se nos escapa que lo que se nos revela” (9). Pero es en la consciencia de esa fuga donde vemos también una revelación.
Nada afuera. 1975
Sin embargo, no podemos entregarnos a la contemplación impresionista de ese escalofrío que aprendemos a reconocer. Steiner afirma que “la literatura comparada es un arte de la comprensión que se centra en la eventualidad y en las derrotas de la traducción” (177). Si bien Steiner se refiere a la traducción literaria, hay también un ejercicio de intercambio de signos al hablar de medios y soportes diferentes. En este caso, la pintura y la escritura. Antonio Monegal plantea en cuanto a esta discusión dentro de los estudios comparatistas que: “Una posición intermedia (…) es la del comparatista que se interesa específicamente por los fenómenos de relación, y en particular por los procesos de intertextualidad y las conjunciones entre tradiciones y sistemas diversos” (14). De esta forma, nos remitimos a la intertextualidad para trazar puentes entre estos dos autores en tanto que sus obras nos llegan como un conjunto de experiencias dadas desde la imposibilidad, desde el inconsciente donde, por razones altamente subjetivas, logramos trazar una cartografía entre ambos.
En su libro El arte en Venezuela, Juan Calzadilla afirma: “La atracción que ejerce sobre Borges el pasado es un sentimiento paralelo a su esfuerzo por reconocerse a sí mismo dentro de la historicidad del arte y paralelo a su impulso que lo lleva también a expresar lo contemporáneo. Dotar a la pintura de la misma carga de significado que tiene la realidad es uno de sus propósitos” (200). Borges también está plasmando una necesidad por anclar lo que podríamos dar por sentado como cotidiano, pero justo en ese proceso se revela la sombra que cada objeto lleva a cuestas. En el artículo “A través de la ventana…”, de Aura Guerrero Rodríguez, se plantea sobre Borges que: “La preocupación por la relación entre lo interno y lo externo, la condición temporal y la circunstancia existencial del hombre, colman la preocupación del pintor. Las obras de los años setenta revelan a un ser humano escindido, alienado, que se debate entre el pasado y el presente”.
Pero ¿cuáles son esas puertas que desatan el presentimiento de lo siniestro? En la pintura La taza pequeña hay, sin duda, una catástrofe —en términos deleuzeanos— contenida en esa taza, que asoma a la vez una caída propia y el triunfo del rojo en la pintura. Si bien antes afirmamos que la taza se encuentra inmutable, es imposible no pensar en que está más bien contenida, quizás temblando un poco ante el espectáculo que presencia (no perdemos de vista, en la esquina superior izquierda, el trípode con bombillos y reflectores, presto para este “espectáculo”). Este temblor se asoma en el yo de los versos en “La enfermedad”:
En torno, el raro y sagrado silencio, ahuecándose, en ese cuarto;
mi reverencia
mi contención
mi asombro
mi espera
mi pena. (Ossott 454).
Hay en ese cuarto oscurecido que ve Ossott una correspondencia con el cuarto de Borges donde presentimos las luces, mas no son lo que ilumina el cuarto: es esa sábana roja que parece contorsionarse menos hábilmente que el “suave movimiento” que describe Ossott en su imagen. Sin embargo, luego seguimos escrutando y descubrimos en ese rostro acostado las “grises líneas” que nos estremecen cuando bajamos a los siguientes dos versos y nos hacen preguntarnos si estamos o no frente al cadáver. Es una representación de la enfermedad donde el cuerpo extraño, ajeno, se vuelve protagónico en tanto nos revela otras maneras de existir. Un estar-al-margen de lo familiar debido a que la enfermedad lo transmutó en espanto. La enfermedad apropiándose del cuarto, burlándose del intento de posesión del Yo.
El dedo en la taza. 1972
Por otro lado, en Ayer y “Quise mi casa…” encontramos lo siniestro escabulléndose por la doble imagen: la figura que se refleja en un espejo en medio del cuarto, y el Yo que se refleja en la imagen de la casa. Ambas dualidades naciendo de la “disolución y de la quiebra”, la figura de Borges se observa en el espejo y se reconoce, pero se disuelve en medio del reconocimiento. El encuentro con lo que suponemos nuestro Yo llevado al extrañamiento de reconocernos quizás demasiado bien, el pánico de descubrir nuestros desdoblamientos y enfrentar el abismo de la identidad que construimos:
Poseo una identidad
un límite
un cuerpo
una estructura en temblor. (Ossott 478).
¿Temblaría el Yo de este poema si se reconociera en las paredes rojas de Borges? ¿Es la transparencia del reflejo en el espejo presente en el cuadro una invitación a reconocer la casa como cuerpo?
En cualquier caso, lo siniestro indudablemente nos atraviesa cuando nos exponemos a estas dos obras, pero es aquí donde debemos detenernos para dar con las especificidades con que lo hacen en cada soporte. Pensemos en Deleuze cuando plantea que la catástrofe es un fenómeno pictórico, pre-pictórico, y que, si bien podemos buscar unirlo con fenómenos de otros medios, surge de manera única en la pintura. Cuando vemos el rojo de Borges entendemos mejor a qué se refería Deleuze al decir: “En el acto de pintar existe el momento del caos, luego el momento de la catástrofe, y algo sale de allí, del caos-catástrofe: el color. ¡Cuando sale!” (28). Sin ese rojo es probable que lo siniestro apareciera de forma mucho más transversal, o no apareciera para nada. En cambio, cuando leemos los poemas de Ossott el color no es protagonista de ninguna manera. Más bien, las pocas menciones directas nos llevan a tonos grises, a una especie de niebla, de humo, que propicia la aparición del recuerdo. La fatiga, el silencio y la disolución nos transportan a paletas muy diferentes a la estridente marca de Borges.
Hay, también, una separación entre lo delicado de Ossott y el detalle de Borges. Como solo puede propiciarlo la poesía, Ossott envuelve sus versos en silencio. El silencio de la página, el silencio entre ellos. Es espacio abismado en tanto mudo. Vemos los delicados trazos que son sus palabras, su verso libre que no pareciera nunca decir ni una palabra más de lo necesario. En cambio, Borges envuelve sus figuras en ruido. Ruido hermoso, que significa, pero que chilla en nuestros ojos. Sus detalles son también delicateses, pero pronto nos damos cuenta de que están construidas con trazos violentos. Si Ossott busca que nos dejemos caer para envolvernos, Borges nos absorbe de golpe y nos pasma para que nos quedemos. ¿Ambos actos no nos enfrentan con lo siniestro?
Desajuste. 1972
Dejamos para el final el lazo que en principio podría parecer más obvio. Venezuela no es, ni ha sido nunca, una casa sólida y estable. Las interminables convulsiones políticas, las polarizaciones, la identidad en constante quiebre. Si contamos con que lo siniestro es aquello que sale a flote casi accidentalmente, como una grieta que se extiende, ¿no podríamos ver a Venezuela, la venezolanidad, asomándose por las grietas de las obras de estos dos autores? Quizás la casa que se lleva a cuestas no es sólo aquella en que pensamos primero al hablar de la infancia. Puede que si vamos más allá descubramos una casa tomada por lo siniestro. José Balza plantea en Pensar a Venezuela la existencia de un magma subterráneo que forma parte de la identidad venezolana, de Venezuela como totalidad. “Se trata de una forma de unidad social que sostiene desde el habla hasta la familia, desde la sexualidad y la percepción del paisaje, los engranajes económicos y religiosos hasta el amor y la alimentación. Un magma paralelo a las leyes y los ministerios, a las noticias y las ideologías” (Balza 7). Podríamos pensar que en esos puntos de fuga que nos ofrecen Jacobo Borges y Hanni Ossott, donde se pone en evidencia la otredad que forma parte de nuestro Yo, del Yo que habita una casa, se vislumbren también algunos abismos de otro plano. La enfermedad, la muerte y la disolución no son temas ajenos a los vacíos e inquietudes que brotan al aproximarnos a una identidad nacional. Si el magma subterráneo es ignorado, en parte se debe al terror ante el presentimiento de que entre los ladrillos de esa unidad social se escabullan también las sombras de aquello que no queremos ver de nosotros mismos; aquello que se manifiesta en estas cuatro obras.
Bibliografía
Balza, José. Pensar a Venezuela. Bid & co. editor, 2008.
Calzadilla, Juan (compilador). El arte en Venezuela. Edición del Círculo Musical de Venezuela, Caracas, 1967.
Deleuze, Gilles. Pintura. El concepto de diagrama. Editorial Cactus, Buenos Aires, 2008.
Freud, Sigmund. Lo siniestro (1919). Obtenido de librodot.com, 2018.
Guerrero Rodríguez, Aura. “A través de la ventana. Del paisaje y otros temas en la pintura venezolana (1850-1970)”. Argos, v. 25, n. 49, 2008.
Guzmán, Patricia. “Hanni Ossott: erguida en lo extinto” en Obras completas. Bid&Co, Caracas, 2008.
Lerner, Elisa. “Diálogo entre falso y verdadero con Jacobo Borges”. Así pasen cien años: crónicas reunidas. Madera Fina, Caracas, 2016.
Monegal, Antonio (compilador). “Introducción” en Literatura y Pintura. Arco Libros, Madrid, 2000.
Ossott, Hanni. Obras Completas. Bid&Co, Caracas, 2008.
Nota: todas las imágenes de este articulo fueron obtenidas gracias al Centro Documental de la Sala Mendoza, en la publicación Ashton, Dore. Jacobo Borges. Ernesto Armitano Editor, 1982.
Valerie Weilheim (Caracas, 1996)
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