Estudio de la serie Basta de falsos héroes (2014-2016) de José Vívenes
Mary Martínez Torrealba
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Toda imagen es importante en cuanto a la relación que tiene con su tiempo histórico.
Alfredo Boulton
En el año 2015, la Sala Mendoza dio apertura a la muestra que reunía a los doce artistas seleccionados para la edición 12+1 del Premio Eugenio Mendoza, salón de arte joven que ha sido una de las plataformas más notorias de arte contemporáneo dentro del circuito de las artes visuales en el país. En esa ocasión, José Vívenes, artista venezolano oriundo de Maturín, recibió la mención honorífica por un políptico conformado por 18 imágenes realizadas, un año antes, con pintura industrial y óleo sobre papel fotográfico (Figura 1). La inquietante presencia de esas imágenes, reunidas en una especie de mosaico, de instalación pictórica, generaban una respuesta inmediata en los espectadores. Esta serie, de carácter mordaz y expresionista, estableció desde un principio una relación directa con el espectador en tanto generaba un nuevo vínculo con diversos elementos que le son familiares; vínculo que, además, se formaba desde una lectura disruptiva, crítica y desafiante. Las imágenes, y el título de la obra Basta de falsos héroes, no podían ser más explícitos.
En el texto del catálogo, David Domínguez Michelangeli sentencia: “José Vívenes propone en esta obra un verdadero iconicidio”. Tal premisa, contundente como la obra misma, repara en esa inmediata relación con la imagen, en esa reacción ineludible ante las figuras presentadas por Vívenes. Lo que vemos -y dejamos de ver- son atisbos de personajes que reconocemos como importantes, como parte de una tradición visual republicana, de una gesta heroica. Pero allí está el detalle. El reconocimiento, aunque inmediato, se ve turbado, aturdido por la representación incompleta. Rostros distorsionados, velados. Descabezados. Elementos desconcertantes como moscas y máscaras antigás se cuelan en la representación y nos interpelan, nos confrontan. El iconicidio se plasma en 18 imágenes, se desmonta una idealización, un endiosamiento a los líderes de este territorio, en palabras de Domínguez Michelangeli.
Tal ejercicio plástico no es una mera arbitrariedad del artista, un capricho reaccionario. Se trata más bien de una revisión crítica, cruda y vehemente, ante un contexto político, social, cultural y económico que no deja de mostrar sus complejidades y perversidades. Esa obra se revisa hoy como punto de partida de una serie de trabajos realizados principalmente en pintura y collage donde el artista continúa explorando, con lenguaje crítico, la iconografía bolivariana como referencia principal pues es sobre El Libertador Simón Bolívar donde reposa, especialmente, esa fuerte tradición visual. Por ejemplo, el retrato de cuerpo completo que hiciera José Gil de Castro, pintor peruano de transición entre la colonia y la república, nos manifiesta una lectura interesante de la efigie del Libertador pues se reconoce el hieratismo y la cuidada composición (Figura 2). La solemnidad del personaje corresponde, además, como indica la historiadora Laura Malosetti:
al momento de mayor acumulación de poder y más ambiciosos proyectos políticos de Bolívar, quien imaginaba entonces la Gran Colombia unificada bajo su tutela vitalicia, en el marco de una impresionante campaña de exaltación de su imagen que se tradujo en la multiplicación de retratos y diversas disposiciones respecto de su exhibición en las nuevas sedes gubernamentales... (citada por NotiActual, 2016).
Esta imagen la traemos a colación pues es un referente ineludible de la iconografía bolivariana que nos permitirá, a su vez, revisar la serie de Vívenes para efectos de este modesto estudio. Aquí nos interesa destacar algunos elementos específicos de la obra como la composición sobre un fondo neutro donde la figura de Bolívar se magnifica como bien apunta Malosetti; la pose, la expresión facial, el porte de la espada, todo pareciera haber estado bajo un control visual incluso del mismo Libertador ante los objetivos estratégicos de estos retratos que servían como regalo y legitimación de un poder (Malosetti, 2016).
La propuesta de este estudio entonces parte de esa obra antecesora y de la exposición Tras Bastidores. Reconocimientos del Premio Eugenio Mendoza. Iván Candeo, Emilio Narciso y José Vívenes (Figura 3) que se presentó en el 2016, también en los espacios de la Sala y a propósito de la mención recibida en el Premio. Allí, se reunía bajo el mismo título, en una sección del espacio de la sala a manera de pequeña muestra individual (Figura 4), un cuerpo de trabajo más dilatado e igualmente contundente. Detenernos en este repertorio de imágenes y revisar con atención algunos de sus elementos iconográficos más llamativos resulta una tarea no solo interesante sino también imperiosa ante los embates de los últimos veinte años donde el discurso oficial se apropió del término Bolivariano y de la imagen de Simón Bolívar de manera reiterada, insistente. Las palabras de Hugo Chávez Frías, al ser reelecto en el 2012, así lo declaran:
¡Aquí está la espada de Bolívar! La espada libertadora de América, la espada de los pueblos. Una espada que no se quedó en el pasado, sino que está con nosotros hoy en el presente y estará en el futuro. Con esta espada, aquí en el balcón del pueblo, aquí en la Caracas de Bolívar, ¡rindo tributo a Simón Bolívar, el padre de la Patria! (citado en Ulloa Tapia, 2013, p. 106).
Como explica César Ulloa Tapia, tales “alusiones a Simón Bolívar y su mensaje independentista, así como lo simbólico/cívico de la palabra 'patria' y la reiteración de un Estado nuevo fueron elementos fundacionales en el discurso del Comandante Chávez desde su primera campaña electoral en 1998”. Y esta referencia, acompañada de la imagen del héroe que Chávez gestaría sobre sí mismo desde la cárcel en 1992, ayudaría a generar un discurso potente basado en el populismo como base [1]. Es necesario destacar además, en este orden de ideas, la condición militar de Chávez pues tal característica acompañará tal discurso de manera reiterada.
Estudio de la serie Basta de falsos héroes (2014-2016) de José Vívenes. Por: Mary Martínez Torrealba107/140
En este contexto, la serie Basta de falsos héroes se erige como una manifestación que desmenuza las bases de ese discurso, las mastica para ponderar una realidad que merece una digna atención. Como refiere Elías Pino Iturrieta, Vívenes “se toma en serio la contestación de las efigies tradicionales, relacionadas con los creadores de la nacionalidad, para referir los perjuicios que acarrea su uso desconsiderado y desmedido” (2016, p. 3). Pino Iturrieta destaca, por otro lado, que lo que vemos en la obra de Vívenes, no es un vilipendio hacia esas efigies sino una arremetida en contra de quienes manipulan lo emblemático de estas figuras o el papel que jugaron en nuestra historia. En la obra de Vívenes, “no se trata de una batalla contra la iconografía patriótica sino contra los que la han convertido en bufonada y en grosería”. (Pino Iturrieta, 2016, p. 4).
Es aquí donde el arte se presenta, no como mera representación, sino como catalizador de una lectura crítica y reflexiva, como apertura a una discusión abierta que se ofrece a disposición de nuestros ojos y de nuestras referencias. La inquietud, la incomodidad, la crudeza de estas imágenes está apelando a una mirada atenta, vigilante ante las demandas de una escabrosa realidad que urge a su vez un pensamiento responsable e inteligente. Así, la acuciosa experiencia que Vívenes nos presenta con estas imágenes demandan de nosotros como espectadores y -bien vale acotar- como venezolanos, una atención meticulosa. En las pinturas que conforman el cuerpo central de esta muestra, con una museografía que rememora el políptico que reseñamos al principio (Figura 5), se advierte una consciente revisión de la iconografía bolivariana o, en términos generales, patriótica. Esta premisa remite irremediablemente a la noción del tiempo, a la referencia de un tiempo pasado, de referencias preexistentes que alimentan, contextualizan o acogen lo que hoy vemos, las imágenes que hoy conforman nuestra repertorio. Y es en ese terreno desde donde se gesta la iconografía como disciplina de la historia del arte. Nos permitimos desarrollar un poco más algunas referencias sobre esta disciplina.
El autor J.J. Martín González afirma que ya el hecho de contemplar una figura del pasado nos coloca ante dos situaciones: identificación y significado. En las imágenes se despliegan una serie de elementos que permiten o se prestan al reconocimiento, pero “...entre la configuración y el significado hay elementos de correspondencia, hasta el punto de que una imagen pueda ser deducida en función de lo que sabemos de ella” (1989). Así, todo lo que afecta o interfiere el reconocimiento de la imagen tiene que ver con la iconografía. A partir de allí, la iconografía se relaciona con el conocimiento de una temática específica, con la oportunidad de caracterizar, de revisar el desenvolvimiento de la imagen a lo largo del tiempo, lo cual apela a una perspectiva histórica. De allí, como continúa J.J. Martín González, la iconografía nos da acceso a un repertorio que, para el reconocimiento, se basa en atributos que determinan el significado: “La iconografía tiene una configuración formal, pero corresponde a un significado propio, que termina en la misma imagen. Imagen, atributo y símbolo componen la trilogía en que se mueve la iconografía” (1989).
Al detenernos en la primera imagen (Figura 6), nos topamos directamente con la potencialidad de la misma como puente hacia un pasado histórico y hacia un presente convulso y como referencia ineludible a una iconografía particular. Aquí, el atributo que supone el uniforme militar del siglo XIX (con una paleta de colores similar a la que veíamos en el Retrato de José Gil de Castro), el cruce de brazos, el fondo neutro, la composición incómoda, el rostro y el plano velado, todo ello nos remite a una lectura que sobrepasa la contemplación. La obra se nos presenta como un punto de partida, como un impulso para ir más allá y comenzar a cuestionarnos unas referencias históricas, unos elementos visuales que conocemos pero que ahora son interpretados desde otra perspectiva. ¿Cómo podemos leer un personaje que ha sido velado? La imagen se nos presenta como una efigie que no logra sintonizarse, está pixelada, desenfocada. El personaje, aún cuando podemos atribuir sus características a las de El Libertador, se mantiene lejano, incluso la figura misma cruza sus brazos como renuente a mostrarse o, quizás, resignado ante la distorsión.
Otro fondo neutro se hace presente, esta vez, un torso con casaca militar se empareja con un tutú de bailarina de ballet clásico (Figura 7). Un torso inanimado, etéreo, sobre un fondo rosáceo. Apenas notamos una superficie que no alcanzamos a identificar como piso o podio. ¿Qué lectura puede tener una casaca militar ataviada con la mítica corona de laurel -reservada a poetas, guerreros y atletas- junto a un tutú delicado de bailarina? ¿Acaso la casaca y su masculinidad se ve disminuida por la feminidad que supone el tutú? ¿Es un statement machista o, en cambio, es una confrontación explícita hacia el hermetismo militarista? Visualizar este encuentro entre dos atributos o elementos iconográficos tan potentes ya es una provocación del artista, pues nos invita a pensar en la forma desde la cual leemos cada uno de esos atributos, con qué lo relacionamos y cómo establecemos un vínculo con los mismos al estar ambos en un mismo encuadre.
¿Acaso el tutú denigra a la casaca militar como una evidente confrontación entre los estereotipos de género o se trata más bien de una contemplación crítica hacia los miedos intrínsecos y retrógrados de una población militar que encuentra en el tutú el reflejo de aquello que reprime?
El elemento agua pareciera que se manifiesta en la imagen siguiente. De nuevo, un torso inanimado con casaca militar y tutú flota sobre un fondo azul turquesa, en esta ocasión, pareciera que flotara o más bien, que se ahoga debajo del mar (Figura 8). El rostro, nuevamente, se desdibuja, se distorsiona de manera voraz, lo cual remite a esa sensación de ahogo. ¿Ese ahogo podrá remitir a un desasosiego ante un contexto que se hace cada vez más cuesta arriba? ¿Cómo podemos leer la imagen de una figura que está desprovista de cuerpo, de volumen? ¿Se ahoga solitaria como referencia a un agobio colectivo? ¿Ya no quedan héroes que puedan sobrellevar la marea, los embates de un mar embravecido?
Los héroes tienen las manos atadas (Figura 9). No parece que sea por voluntad propia. Están maniatados ante un contexto que se les hace cada vez más ajeno, más abrupto. La efigie se encuentra solitaria, ya no en una composición hierática y solemne, sino difusa, extraña e incómoda. Está de espaldas y vemos las palmas de sus manos inamovibles.
Pero su rostro pareciera de frente, apenas sugerido y portando lo que parece ser una máscara antigás. La incomodidad de una imagen como esta radica precisamente en esa confusión, en ese desconcierto de no saber qué ocurre exactamente. Y esa incomodidad es parte de los atributos. No hallamos razón o sentido a una imagen como ésta, como así no encontramos sentido en los discursos gastados, en personajes que son tomados como rehenes para argumentar lo que no tiene argumento válido.
Ahora, la figura con casaca y tutú podemos verla en un encuadre más amplio donde advertimos sus piernas y el patrón del piso (Figura 10). (¿No se parece al piso delicadamente dibujado por José Gil de Castro en el Retrato de Bolívar?). La imagen se nos presenta un poco más clara, la pose de la figura remite al retrato oficial pero el desconcierto permanece: la casaca ahora no muestra la corona de laurel, el torso pareciera que nos da la espalda pero sigue desprovisto de brazos y rostro. La figura está incompleta, distorsionada, es extraña. ¿Y no se convierte en extraño, en ajeno, aquello que de tanto repetir y reiterar, pierde su significado primario? ¿No se hace ajeno aquello que se manipula para alcanzar un objetivo, para controlar una manera de pensar?
Una última figura emerge de una superficie casi líquida (Figura 11). La efigie da la espalda, está difusa, sin rostro, de manos atadas en un fondo neutro. De nuevo el desconcierto nos embarga: ¿acaso hemos atado las manos de nuestra historia para que se adapte a nuestra distorsión del presente?, ¿acaso estas figuras se burlan, satirizan la manera cómo nos relacionamos con nuestro pasado, cómo se apela al pasado cuando nos interesa, cuándo responde a nuestros objetivos políticos? El fondo deja de ser neutro y lo advertimos ahora como un escenario de incertidumbre, de angustiosa inquietud...
La pintura en estos pseudo retratos se destaca como técnica tradicional, con una larga historia detrás de sí pero, a la vez, se reafirma la potencia de la misma como lenguaje contemporáneo que se revisa a sí mismo, que plantea nuevos conceptos y que reflexiona con su propia fuerza ante la iconografía y lo figurativo como elementos de representación. La pintura, desde hace siglos, ha cumplido un papel vital para el establecimiento y la consecución del poder, sea este religioso, político o social e incluso económico. Ese cuidado que se advierte en el Retrato de Bolívar de Gil de Castro, así como en innumerables retratos de regentes y gobernantes a lo largo de la historia del arte occidental, responde a esa función legitimadora, a esa tarea de establecer un discurso no solo oficial sino categórico ante la semblanza, ante la imagen como recurso hegemónico. Es por ello que esta serie presenta un uso interesante que remite a esa potencialidad de la pintura como técnica y como discurso. Es desde ese espacio de la pintura desde donde Vívenes propone esta exhaustiva reflexión sobre la iconografía no solo bolivariana, sino también militarista, histórica, mítica. La pintura, ahora, también da la oportunidad de desmontar conceptos, de poner en jaque el significado de los atributos, de satirizar, de ironizar, de romper esquemas, de generar preguntas, de incomodar, de confrontar, de problematizar una realidad desgastada.
Pero el trabajo de Vívenes no se queda solamente en la pintura como técnica. El collage también se presenta como recurso discursivo con fuerza propia (Figura 12). En los presentados en la muestra, los espacios negativos, vacíos ante los contornos delineados, dejan ver las capas del soporte que, en este caso, no podía ser más simbólico: ejemplares de la revista El Cojo Ilustrado. Esta publicación de corte cultural y que circuló en el país desde 1892 hasta 1915, representa una de las publicaciones más importantes de finales del siglo XIX y su transición hacia el XX. Tal soporte le agrega a estos collages un contexto más que apropiado. Se podría mencionar, por ejemplo, cómo las casacas militares, intervenidas, distorsionadas, se cuelan en las portadas de esta revista, como impuestas y enarbolando un carácter caprichoso. La casaca militar, ahora acompañada de otros elementos como una diana, el contorno de la cúpula del Capitolio, la corona de laurel, se encuentra igualmente vacía, extraña, satirizada (Figura 13). El collage, desde su lindero, también advierte la oportunidad de despojar o de poner en entredicho el contenido vital o significado esencial de la figura o, más bien, del atributo.
Expone Eduardo Planchart Licea, sobre una tríada de collages dispuestos en la exposición (Figura 14), que derivan de su investigación visual en donde destaca la sintaxis plástica y simbólica creada por el artista. Así, en uno de ellos, recrea los adornos de la parte frontal del uniforme, recortados sobre un mapa de Venezuela, con ubicaciones geográficas significativas de la épica de la independencia. Se enriquece de esa manera la dimensión histórica y geográfica al plasmar estos elementos que ha ido ganando para su propuesta (2016, p. 11).
Esto apela a la importancia de la materia prima con la cual se realizan los collages; el material adquiere un valor simbólico que complementa no soolo el contexto de las figuras o de los atributos representados sino también la lectura que de ellos se pueda hacer en la totalidad de la imagen. Vívenes está consciente del uso de cada uno de los materiales, allí radica su “oficio disciplinado y solvente”, como bien acota Pino Iturrieta.
El artista, por otro lado, también nos permite acceder a sus cuadernos de anotaciones (Figura 15), al dibujo como recurso primario, como técnica primigenia para atender las imágenes que el tema reclama. La referencia satírica, al mejor estilo de Francisco de Goya, se cuela entre sus anotaciones como registro voraz e incesante. Con un sentido del humor muy agudo y crítico, Vívenes deja en los cuadernos sus expresiones más burdas, más elocuentes y ácidas. Por otro lado, en los libros que ha intervenido también se advierte la cualidad expresionista y voraz de su trazo (Figura 16). La corona de laurel, en este ejemplo, se repite como elemento icónico, como referencia innegable de un discurso oficial que busca desmontar y problematizar. Vívenes entonces demuestra con este amplio cuerpo de trabajo, del cual apenas hemos revisado una breve selección, ese apetito documental e historiográfico que, desde el arte, se manifiesta con una potencia reveladora.
Así, el objetivo de este breve estudio corresponde con el acceso a la iconografía bolivariana desde el arte contemporáneo, especialmente desde la pintura como espacio de enunciación. Desde allí, el cuerpo de trabajo de José Vívenes explora intensamente, como hemos expuesto, la condición figurativa y sus límites para establecer una representación dinámica, expresionista, con una fuerza importante que, en la serie que nos ocupa, se manifiesta de la mano con una intensa investigación historiográfica con referentes visuales como los estudios de Alfredo Boulton o históricos como los trabajos de Elías Pino Iturrieta. Por lo tanto, esta serie es un compendio que reporta tal investigación como una forma de abordar el lenguaje visual como plataforma de potencia histórica y discursiva. Es a partir de allí que nuestro trabajo advierte la oportunidad de reflexionar y estudiar la pintura como técnica privilegiada y la iconografía como elemento discursivo que se relacionan enérgicamente en las obras de Vívenes.
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