Alejandro Castro
Featured article
Este artículo apareció por primera vez publicado en el volumen bilingüe Deborah Castillo: Desobediencia radical (HemiPress, 2019), editado por Irina Troconis y Alejandro Castro. Disponible en: https://radicaldisobedience.tome.press/lamezuela/?lang=es
Lamezuela (2014). Intervención. Fotos cortesía de Deborah Castillo.
Primera Tesis: una próstata de nombre [1]. Nombrar es ejercer una violencia sobre las cosas. Se trata de una violencia que es anterior a la pregunta que da inicio a la filosofía: ¿qué son las cosas? Es decir, ¿cuál es el ser de lo que tiene nombre? La violencia nominal es la de Adán, el primer acto humano según el relato bíblico. Entre el acto y la palabra se traza una confusión ancestral: la palabra creadora, de Dios, y el primer gesto propiamente humano: nombrar.
La marca bautismal de Venezuela, lo propio de su nombre, es un sufijo humillante (uelo/a). El Golfo de Venezuela, cuarenta veces más grande que Venecia, está lejos de ser una pequeña Venecia (lerdos los conquistadores frente a los palafitos), sino una peor Venecia, una Venecia de mierda. El primer decreto político del Socialismo del Siglo XXI fue adánico, corregir el defecto del nombre con un apellido paterno: bolivariana. República Bolivariana de Venezuela. Durante los últimos decenios del siglo XX, Venezuela agonizaba en el sufijo, la borrachera del petróleo dejaba su enésima resaca y la autoestima nacional estaba por el suelo. El teniente Hugo Chávez –su discurso, como el de tantos otros caudillos bolivarianos antes que él– vino a restaurar la gesta heroica del siglo XIX en el Nombre del Padre. En el nombre del Padre de la Patria.
El performance Lamezuela (2011), de la artista Deborah Castillo, se llevó a cabo en la misma zona donde los conquistadores hallaron los palafitos, a orillas del Lago de Maracaibo (antiguo Golfo de Venezuela). El nombre del performance no es un simple juego de palabras. En primer lugar, el nombre es lo que nombra, no es imagen, no es metáfora ni metonimia, no es lenguaje figurado. Si es lenguaje, es entonces lenguaje literal: el performance hace literalmente eso, lamer suela.
¿Qué significa hacer algo literalmente? Es una acción que permanece en el umbral entre la palabra y el acto, un acto que se realiza conforme al sentido exacto de la letra o una letra en el éxtasis del acto. En segundo lugar, Lamezuela es la unión de dos lexemas: lamer y suela. Entre el verbo lamer y el sustantivo suela, entre ambos, sólo hay una zeta como para no olvidar, como para hipertrofiar la literalidad del gesto. Venezuela: Lame-zuela. En tercer lugar, es un rebautismo morboso. Responde a la violencia de la pretendida dignificación del nombre a través del apellido paterno, sustituyendo el resto mnémico, el significante veneciano, por el verbo (esto es, la acción): de lamer y duplicando la humillación del sufijo confundiéndolo con una suela. Si la autoestima de la República de Venezuela estaba por el suelo a finales de siglo, la grandilocuencia (la prepotencia oral) de la nueva República Bolivariana de Venezuela no era más que eso, una lamida, no de cualquier suela, sino de la suela de una bota militar.
Era el año 2011, Chávez había sobrevivido incontables atentados magnicidas, incontables golpes de Estado, intentos de golpes e intentos de intentos; había sido “elegido” como presidente para siempre, el país nadaba en petróleo caro, la clase media viajaba por el mundo con dólares subvencionados por el gobierno y los pobres tenían derecho a casi todo (salvo a dejar de ser pobres). Tenían educación (bolivariana) “gratis” y salud (bolivariana), alimentos (bolivarianos), casas (bolivarianas).
Salvo por la escalada de violencia (los asesinatos del crimen organizado y desorganizado), nada parecía augurar, para gran parte de la población, lo que vino después.
Entonces, una mujer de un metro cincuenta centímetros, ante la mirada desorbitada de cientos de personas, ataviada de negro cerrado, de rodillas y con las manos en la espalda, lamió durante unos agónicos cinco minutos las botas de un militar como diciendo: Lamezuela.
Lamezuela (2011). Performance realizado para la Velada de Santa Lucía, Maracaibo, Venezuela. Video cortesía de Deborah Castillo.
Segunda Tesis: restos que importan. Pudo haber quedado ahí –y ya sería bastante–. Sin embargo, años después, en medio de una revuelta en contra de la Revolución Bolivariana, el performance “regresó” en forma de esténcil, propagándose por las calles de las principales ciudades del país. ¿Cómo hablar de este regreso? ¿Cómo es que una acción del pasado, destinada –como toda acción– a desaparecer, acecha espectralmente el presente con una energía renovada?
Freud plantea, en “Personajes psicopáticos en el escenario” (1992), que el teatro cumple, en el adulto, la misma función del juego en los niños. No es poca cosa, los niños juegan porque entienden muy pronto que este mundo no es el escenario para la satisfacción de sus deseos. Así, teatro y juego son dos formas de rebelión. Prometen placer. Pero el placer compensatorio que se extrae del teatro, como el que se extrae del juego, no ocurre en el ámbito intelectual, a diferencia del chiste, sino en el afectivo. Y depende del sufrimiento. Esto es, ocurre en el cuerpo. Para realizarse exige una suerte de doble ilusión, la de saber que todo es ficción y la de no ser él –el espectador– quién se encuentre así expuesto, en peligro (278–79).
De la aproximación ortodoxa freudiana al teatro quisiera postergar momentáneamente algunas de esas nociones: la estructura de la rebelión, su vínculo con el sufrimiento y la doble naturaleza de la ilusión teatral. Porque está muy lejos el performance de ser lo que Freud entendía como teatro, aquí nadie se acomoda a salvo en su butaca y la ficción opera de una forma más compleja. El espect-actor del performance es un sujeto en aprietos, no sabe cómo simbolizar lo que mira o, en otras palabras, no está ahí para mirar. Su mirada lo traslada al interior de lo que mira. Y el cuerpo del performer no “representa” ningún papel, su función es acaso más audaz: presentar al cuerpo como una ficción política viva.
Rota la ilusión queda entonces una suerte de rebelión pura, no civilizatoria-catártica, no indemnizatoria, no conciliadora. La catarsis griega –ni arrobamiento, ni éxtasis– es el punto medio entre dos afectos extremos (el terror y la conmiseración) que produce una mirada, esto es, que produce un objeto para pensarlo; que construye una manera de estar juntos, que construye un nosotros. El performance, al resistirse a ser objeto de la mirada, cuestiona las estrategias de construcción de ese nosotros, y formula una pregunta que insiste sobre la otredad del nos, que es tanto una pregunta por la formación de la subjetividad, como una pregunta por la formación de lo común. En palabras de Peggy Phelan: “El performance emplea el cuerpo del performer para plantear una pregunta sobre la incapacidad de asegurar la relación entre subjetividad y (…) cuerpo” (2011, 103). Y más allá de esto, plantea una pregunta sobre la incapacidad de asegurar la relación. El performance suspende el acuerdo social y la cohesión subjetiva.
Rota la ilusión queda el dolor. Si, para Freud, el teatro “apacigua de algún modo la incipiente revuelta contra el orden divino del mundo, que ha instaurado el sufrimiento” (1992, 278), el performance –al romper la única ley del teatro: no dañar al espectador– la agita. Es el sufrimiento dramático sin la promesa de la redención catártica. Y todavía más, pues el psicoanálisis –que entiende que el goce está en el cuerpo– restringe el dolor a la angustia psíquica, “pues, en cuanto a sufrir físicamente, no lo quiere quien sabe cuán rápido la sensibilidad corporal así alterada pone fin a todo goce del alma” (278–79).
Y he aquí a una mujer arrodillada lamiendo las apestosas botas de un militar: fin de la acción. Cuerpo de mujer que opone, a toda la falocracia del placer, la ética del daño. Phelan lo plantea de esta manera:
Si Modleski acierta, al sugerir que, la oposición para las feministas que escriben, se encuentra entre los cuerpos hablantes de los hombres y los cuerpos mudos de las mujeres, para el performance la oposición se encuentra entre el cuerpo del placer y (…) el cuerpo del dolor. (2011, 102–103)
Con todo, el performance introduce un impasse en cuatro enormes instituciones occidentales íntimamente interconectadas: la mirada, la representación, la subjetividad y la noción misma de comunidad, de relación. Es imposible prolo(n)gar aquí el intenso debate en torno a la relación entre performance y archivo, es inmoderadamente vasto y complejo. Diré solamente que se trata de una distinción que se quiere ontológica, de una protesta en contra de la metafísica occidental de la presencia y de la representación, en contra del imperio de la mirada. Pero esta protesta, en ocasiones, parece mantener demasiado intacta la institucionalidad representativa al negarse a pensar otros procedimientos y alternativas al discurso, a lo que Lacan (1998) llamaría la “pulsión escópica”, al falogocentrismo y a la historia.
Esto es, en su afán (nada despreciable) por distinguir al performance de la lógica del hueso e instaurarlo en una suerte de fugacidad irremediablemente perecedera, cierta teoría parece incapaz de preguntarse por las formas de permanencia de la carne. Por ejemplo, contra esta riesgosa obsesión por el perfecto negativo (de la historia, de la representación, del archivo), Diana Taylor –que proviene de dos campos disciplinarios en apariencia autoexcluyentes: la memoria y el performance– ha propuesto la noción de “repertorio”; José Esteban Muñoz, la de “actos queer”; Rebecca Schneider (2011), por su parte, considera el performance un acto de presencia, un medio de aparición [2].
La secuencia que propongo, sin embargo, es un mínimo aporte a este debate. Año 2011: Deborah Castillo arrodillada lame las botas de un milico anónimo. Años 2012-2013: el video del performance, grabado con la cámara precaria de un teléfono celular, circula por las redes con su propia lógica discursiva (la de la imagen en movimiento), con su propia naturaleza política y estética. Año 2014: en medio de una nueva ola de protestas en contra del gobierno bolivariano (encabezado desde 2013 por Nicolás Maduro), una curiosa silueta aparece multiplicada en las paredes y aceras venezolanas: es la silueta de una mujer arrodillada lamiendo las botas de un milico anónimo. Debajo de la imagen se puede leer: Lamezuela.
Lamezuela (2014). Intervención. Fotos cortesía de Deborah Castillo.
¿Cuál es el aporte de esta cronología al debate sobre performance y archivo? Podría decirse que rastro no es documento, no es huella, no es evidencia. La presencia no se puede restaurar. Podría decirse, con Phelan, que el performance ocurrió en 2011, y que todo lo demás es ya otra cosa, algo sin cuerpo vivo, algo diferente. Podría decirse, con Taylor, que todo lo narrado puede formar parte del performance: acción, reproducción y circulación digital; también el estarcido del 2014.
No es cuestión de tomar partido–cada una de esas hipótesis puede sostenerse con mayor o menor dificultad argumentativa–pero creo que algunas acciones dejan restos imposibles de simbolizar, imposibles de imaginarizar. Creo que algunas acciones producen un agujero en el enjambre de lo simbólico, en la pantalla de la imagen, por donde parece colarse otro agujero más hondo. Acciones que dejan restos que importan, no porque remitan/sustituyan/actualicen a un original, sino, precisamente, porque remiten a lo imposible. Acciones que no son ni efímeras ni perdurables, sino que vienen a desafiar esa distinción. Acciones espectrales en el sentido que le da la física a ese término: distribuyen, propagan la intensidad de una energía.
Y la energía de Lamezuela, como la de todo “regreso”, no puede ser sino energía sexual en el sentido psicoanalítico. ¿Cómo hablar de la lascivia de una lengua que, en vez de proferir palabras, lame? ¿Cuál es la relación entre la violencia y el deseo? En otras palabras, ¿cómo explicar esta violencia que (no) habla de erotismo? [3]. En Lamezuela adquiere todo su sentido aquella enigmática sentencia de Deleuze en Lo frío y lo cruel (2001): “Del cuerpo a la obra de arte, de la obra de arte a las Ideas, hay toda una ascensión que debe cumplirse a latigazos” (26).
Tercera Tesis: La lengua es el castigo del cuerpo. Quisiera proponer que Lamezuela es un performance sadomasoquista. No porque se confundan en él dos cuadros clínicos esencialmente asimétricos, ni porque aparezca ahí “representada” la iconografía (humillación, castigo, fetichismo) de algunas prácticas BDSM [4], sino porque tiene –para usar la terminología deleuziana– en su dimensión demostrativa, negativa, una veta sádica y, en su dimensión persuasiva, degenerativa, una veta masoquista.
Veta sádica. Lamezuela, a través de la repetición monótona de la lengua contra la bota, quiere perpetrar un crimen que es fundamentalmente ideal. Se trata apenas de una fría demostración de otro crimen, siempre universal e impersonal, que no está, que no puede estar, en la escena y al que sin embargo esta aspira. Observemos la cara de Deborah Castillo, su desafectada apatía. Es lo contrario a lo que, según Deleuze, Sade desprecia en Rétif: la exaltación del pornógrafo. La artista confronta la maldad estúpida de los milicos con su maldad inteligente [5]. Se trata de una operación compleja que intentaré resumir brevemente.
La obra de Sade propone, en la lectura de Deleuze, la existencia de dos naturalezas: la naturaleza segunda donde la muerte es creadora de vida, donde el desorden contiene el germen de otro orden, donde “lo negativo sólo se alcanza como reverso de una positividad” (2001, 30); y la naturaleza primera, que es el reino de la negación radical, el “caos primordial compuesto únicamente de moléculas furiosas y demoledoras” (30).
El sádico sería aquél condenado a señalar un imposible, el puro “no” en la naturaleza segunda (que es como negar toda naturaleza), el último delirio de la razón. Por supuesto que el placer participa del sadismo, pero es el placer (intelectual) de la demostración. Cuando Deborah Castillo fue invitada a participar en la XI edición de la Velada de Santa Lucía, en Maracaibo [6], se encontraba desarrollando un performance que consistía en desempolvar las galerías de arte como una sirvienta [7]. Pensó que, para esa ocasión, en vista de que se trataría de una acción de calle, podría limpiar una de las tantas estatuas de El Libertador que abarrotan las plazas y calles de Venezuela. Pero, por una vez, no había un solo Bolívar en el histórico barrio de Santa Lucía, y fue entonces cuando resolvió, en cambio, lamer las botas de un militar [8].
Me detengo en la anécdota porque la performer tenía una idea que no sólo es anterior a la acción, sino que la anticipa y la controla. Ella quería ejercer una violencia institucional porque, como plantea Deleuze, “el sádico tiene necesidad de instituciones” (25). ¿Por qué? ¿Cuál es el punto? ¿Qué es lo que quería decir? En realidad, esta obsesión por lo que “quiere decir” se opone sustancialmente al sadismo (y al performance), que es lenguaje en el paroxismo de la acción (sublevado, diríamos, contra sus funciones descriptivas).
En el año 2011, tras poco más de una década en el poder, el chavismo era una máquina de producción de discurso. La relación que establece la artista entre la acción de limpiar galerías de arte –o una estatua de Bolívar– y lamer las suelas de un milico no es casual, así como no es personal. No se trata de si Deborah Castillo es una sádica y/o una masoquista, sino de la perpetración de un crimen impersonal, ideal, para el cual cierto orden institucional es requerido. Lamezuela, en su veta sádica, lo que intenta mostrar es la violencia del razonamiento o “que el razonamiento mismo es una violencia” (Deleuze 2001, 23). No había nada para “decir”, se trataba, en cambio, de una demostración pura –Deborah Castillo no es escritora–.
Veta masoquista. No es difícil verla, es lo primero que se viene a la mente frente a la imagen de una mujer arrodillada lamiendo los zapatos de un hombre, de un militar. Tanto la humillación como el fetichismo pertenecen al orden del masoquismo. Sin embargo, la pregunta es otra. ¿A quién humilla esa imagen? ¿Cuáles son las implicaciones políticas del fetichismo cuando quebranta la barrera de lo personal? O mejor, ¿por qué es político el fetichismo de Lamezuela?
Es necesario regresar a Deleuze y su lectura de Masoch y de Freud. Para el filósofo francés, los masoquistas de Masoch, como los sádicos de Sade, se ven forzados a hablar del instinto de muerte, que “es primordialmente silencioso” (2001, 34). Pero si los segundos se sirven, para ello, de la negación y la demostración, los primeros se sirven de la persuasión y del fetiche. Durante la Velada de Santa Lucía –y frente a la ausencia de una efigie de Bolívar para limpiar–, Deborah Castillo hubo de convencer a un militar para que le permitiera lamer sus zapatos. Lo logró pagándole lo que ella misma describe como un mes de sueldo por cinco minutos de performance. Ese gesto, incontestablemente contractual, es lo que inscribe Lamezuela en la lógica del masoquismo, en tanto, “…el héroe masoquista parece educado y formado por la mujer autoritaria, pero en lo más profundo es él quien la forma y la disfraza, y le sopla las duras palabras que ella le dirige [9]. La víctima habla a través de su verdugo, sin reservas” (2001, 27).
El sadismo es, entonces, como señalé antes, institucional, mientras que el masoquismo es contractual. Para entender lo que se juega en ese contrato es necesario pensar en el fetichismo. Freud plantea –burlándose un poco de sí mismo– que el fetiche es un símbolo fálico [10]. Pero allí donde pareciera que el psicoanálisis revela su inmensa chatura, explica: “el fetiche es el sustituto del falo de la mujer” (1992b, 148). Esto es, la denegación del mandato (paterno) de la castración, la desobediencia del orden simbólico (paterno) o la reinscripción de la madre fálica. El fetichista es el abanderado de un mundo donde el padre ha sido derrotado ya desde siempre y para siempre. Es en este marco, donde, según Deleuze, aparece un contrato en virtud del cual:
el masoquista conjura el peligro del padre e intenta garantizar la adecuación del orden real y la vivencia temporal al orden simbólico, donde el padre está anulado (…). Gracias al contrato, es decir, gracias al más racional de los actos, y al más definido en el tiempo, el masoquista alcanza las regiones más míticas y eternas (2001, 70).
Así, el performance Lamezuela, en su veta masoquista, es un performance pedagógico: es la dimensión más visible de la obra. En el año 2011, vivísimo el caudillo y rotos todos los pactos de convivencia nacional, Deborah Castillo parece proponer la necesidad de una nueva alianza con el verdugo (el milico mítico –Bolívar– y sus distintas actualizaciones/reencarnaciones) para expiar de una buena vez al padre atávico. El problema es que Lamezuela no es una novela, sino una acción. Y no es una acción “privada”, sino justamente lo contrario. Allí, en el medio de la calle, en el corazón hirviente de lo público, el padre atávico no es otro que el Estado.
Y porque Deborah Castillo no es escritora, sino performer, lo que está en juego en Lamezuela es mucho más que la novela familiar individual. En rigor, la artista no “dice” nada: no es Sade, ni Sacher-Masoch, ni siquiera es Justine o Severin. Si para Deleuze, “el poder de las palabras culmina cuando decreta la repetición de los cuerpos” (2001, 22), la acción espectral de Deborah Castillo sería “la violencia que no habla y el erotismo del que no se habla” (21). Un no-lenguaje o el límite de la lengua. Y sin embargo, su instrumento es la lengua, una lengua que no enuncia, ni mama, ni come, ni calla. Al final, es un asunto de la lengua, que es el castigo del cuerpo, que no está dentro, ni está fuera, que es una frontera de la que dependen, a un tiempo, la supervivencia, el erotismo y la palabra.
Argumento: Lamezuela es tanto una acción que quiere ser una palabra, como una palabra que quiere ser una acción: un agujero por el que vienen a caer, desplomados por un peso desconocido, los significantes nominales de un país bautizado despectivamente por la lógica colonizadora, y rebautizado en el delirio paterno de una (otra) dictadura militar. Es una acción espectral –en el límite de la perdurabilidad, efímera como las acciones y restituible como las palabras–, es decir, una acción que produce un “espectro de radiación”, un resto de energía (sexual) cuya intensidad se redistribuye.
Lamezuela es un performance sadomasoquista. La dimensión sádica de Lamezuela es la palabra misma Lamezuela, una palabra que –en rebeldía de su función descriptiva– desea mostrar la identidad entre razonamiento y violencia. La dimensión masoquista de Lamezuela es la acción: arrodillarse a lamer las botas de un milico, pero no porque Deborah Castillo se denigre a sí misma, ni a los espectadores, sino porque se sirve del método del masoquismo para humillar al padre-Estado, que constantemente sojuzga, oprime, somete –es decir, pisotea– al ciudadano. Ante el retorno descomunal del padre-Estado, la heroína masoquista hace azotar en sí la imagen del poder, conjura el peligro del Estado. Y es, en ese sentido, que regresa y regresará en cada protesta, como regresa siempre lo que circula fuera de la ley.
[1] Se trata de una doble referencia. Por un lado, a la crónica “Los mil nombres de María Camaleón”, donde Pedro Lemebel habla de los nombres bautismales de las locas como “esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia” (2000, 57). Por otro lado, la palabra próstata es fonéticamente similar a la palabra protesta.
[2] Es posible encontrar una extraordinaria síntesis de este debate en el contexto latinoamericano, precisamente, en el libro de Diana Taylor El archivo y el repertorio: La memoria cultural performática en las Américas (2016). Así como también en la introducción de su libro, más reciente, Performance (2016).
[3] Parafraseo aquí una de las preguntas iniciales de Gilles Deleuze en Lo frío y lo cruel (2001) para reflexionar en torno a la obra de Sade y Masoch.
[4] BDSM son las siglas, en inglés, para Bondage, Discipline, Dominance/submission y Sadomasochism. La traducción al español ha suscitado no pocas polémicas dentro de esta comunidad de deseo, pero la traducción más feliz pareciera ser Esclavitud – Disciplina – Dominación – Sumisión – Sadismo – Masoquismo.
[5] Según Deleuze, “Sade distingue dos tipos de maldad, una maldad estúpida y diseminada por el mundo, y la otra depurada, reflexiva, que, a fuerza de ser sensualizada, se ha hecho ‘inteligente’” (2001, 40).
[6] La “Velada de Santa Lucía” fue un evento que durante poco más de una década se celebró en el histórico barrio de El Empedrao, en la ciudad de Maracaibo, Venezuela. La idea era reunir, en las casas y en las calles del sector, a distintos artistas contemporáneos para exponer su trabajo, dictar talleres, entablar diálogo con los habitantes del barrio, etc.
[7] Sería interesante, de hecho, contrastar, en otro trabajo, el performance Lamezuela con los proyectos artísticos que desarrolló Deborah Castillo antes y después. Especialmente con La supersudaca (2008) y El beso emancipador (2013). Para más información, puede visitarse la web de la artista: http://www.deborahcastillo.com/home.html
[8] El sábado 2 de diciembre de 2018 tuve la oportunidad de visitar a Deborah Castillo en su estudio, en Brooklyn. Durante la entrevista, me contó algunos de los datos y anécdotas que comento en este trabajo.
[9] No entraré en detalles sobre la posición de Deleuze en torno al problema del género aquí. A fin de cuentas, lo que propone es que hay una suerte de androginia en el sádico y una forma del hermafroditismo en el masoquista. Lo que me interesa, sin embargo, como ya desarrollé antes, es la relación –marcada por el género– entre el placer y el dolor.
[10] En un trabajo más reciente, reviso más detenidamente la noción del fetiche en Freud, comparándola con el fetichismo de la mercancía en Marx, a partir de la obra de un poeta brasileño no sólo fetichista, sino también ciego (Castro, 2019).
Obras citadas
Castro, Alejandro. 2019. “Pés vivos in ‘El queso del quechua’, by Glauco Mattoso”. En Queer Special Issue, Journal of Lusophone Studies 4, no. 1 (Primavera).
Deleuze, Gilles. 2001. Presentación de Sacher-Masoch. Lo frío y lo cruel. Traducido por Irene Agoff. Buenos Aires y Madrid: Amorrortu.
Fuentes, Marcela, y Taylor, Diana, editoras. 2011. Estudios avanzados de performance. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Freud, Sigmund. 1992a. “Personajes psicopáticos en el escenario”. En vol. 7 de Obras completas, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheverry, 273–82. Buenos Aires y Madrid: Amorrortu.
—. 1992b. “Fetichismo”. En vol. 21 de Obras completas, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheverry, 141–52. Buenos Aires y Madrid: Amorrortu.
Lacan, Jacques. The Seminar Book XI: The Four Fundamental Concepts of Psychoanalysis. Editado por Jacques-Alain Miller, traducción de Alan Sheridan. New York: W.W. Norton & Company, 1998.
Lemebel, Pedro. 2000. Loco afán. Barcelona: Anagrama.
Phelan, Peggy. 2011. “Ontología del performance: representación sin reproducción”. En Estudios avanzados de performance, editado por Diana Taylor y Marcela Fuentes, 91–121. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Schneider, Rebecca. 2011. “El performance permanece”. En Estudios avanzados de performance, editado por Diana Taylor y Marcela Fuentes, 215–40. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Taylor, Diana. 2016a. Performance. Durham: Duke University Press. —. 2016b. El archivo y el repertorio: La memoria cultural performática en las Américas. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado.
sobre el autor
Alejandro Castro
© Lisbeth Salas
Commentaires