Arte y política en tiempos del socialismo del siglo XXI
Renato Bermúdez Dini
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Tengo dos recuerdos que considero reveladores para intentar comprender ciertos vínculos entre el arte y la política de la Venezuela actual, ambos del año 2012. El primero de ellos: un día, mientras visitaba el Museo de Bellas Artes de Caracas (para entonces caído ya hacía una década en el desastre de la administración chavista), me topé con la exposición Arte/político, que reunía distintas obras de la colección de la Fundación Museos Nacionales dedicadas, como lo sugería “ingeniosamente” el título de la muestra, a abordar los vínculos entre el arte y la política en Venezuela a partir de la década de los cincuenta. Inevitablemente, el flujo de la exposición conducía hacia una apología (para entonces ya nada inusual en el panorama político nacional) de la figura de Bolívar y, junto con él, de su autoproclamado heredero: Hugo Chávez. Esto no era para nada una ocurrencia –aunque estas nunca han faltado en el Gobierno Bolivariano–, sino un gesto claramente inscrito en las conmemoraciones del intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, que encabezó Hugo Chávez cuando era un joven teniente coronel y por el cual recibió cárcel y, a la vez, la fama que lo catapultaría a la presidencia algunos años después. La exposición había inaugurado el 3 de febrero del 2012 y estaría abierta al público hasta las elecciones presidenciales de aquel año, que se celebrarían el 7 de octubre y en las que habría de ganar (¡vaya sorpresa!) el mismo Chávez. Sin embargo, la enfermedad que había anunciado un año antes no le permitiría siquiera tomar posesión como presidente para el siguiente período, lo cual me lleva al segundo recuerdo –aunque, en realidad, no es un recuerdo personal sino más bien una suerte de imagen grabada en el inconsciente colectivo de toda Venezuela–: el 8 de diciembre de aquel año, Chávez aparecía en cadena de radio y televisión anunciando que era su voluntad, “firme, plena como la luna llena, irrevocable”(2), que el pueblo escogiera a Nicolás Maduro como su sucesor, en caso de quedar inhabilitado por algún motivo tras la intervención quirúrgica a la que se sometería en su viaje a Cuba. El resto de la historia es bien conocida, y aunque Chávez no volvió a aparecer con vida en ninguna otra alocución oficial su figura siguió (y, me temo, sigue) presente a través de la dramática mise-en-scène de ese día. Después de todo, ¿quién no recuerda al mandatario cantando el himno del Batallón Blindado de los Bravos de Apure, el famoso “Patria, patria, patria querida”?
Me parece que estos dos recuerdos dan cuenta de cómo se han entendido tanto las prácticas artísticas como las políticas oficiales bajo la gestión ya demasiado dilatada del Gobierno Bolivariano. Por una parte, aquella exposición no podía más que mostrar obras de arte que ensalzaran a los héroes de la revolución y procesos políticos ideológicamente alineados con ella, ya que la política museística oficial desde inicios del siglo XXI había sido expulsar cualquier forma artística que no cumpliera con el canon chavista y, en ese sentido, reducir la idea de la política en el arte a un mero asunto panfletario y cómplice, nunca crítico ni contestatario. Por otra parte, la alocución de Chávez confirmó algo que ya se sabía, que la política bajo el gobierno inaugurado por él ha sido cuestión de idolatría, de rendirle culto a su imagen y de cancelar (o pulverizar, preferiría él seguramente con su lenguaje beligerante) toda posibilidad de disenso y oposición. Confirmaba también el talante autoritario de este tipo de política: el siguiente candidato a la presidencia por el partido oficial no sería escogido por voluntad popular sino por designación directa del todopoderoso. Entonces, frente a este escenario tan poco alentador, me pregunto: ¿es que no es posible concebir otras prácticas artísticas que no se limiten a la lambisconería partidista y, a la par, no es posible que la vida política funcione sin la presencia de un “líder”, ese sujeto arrogante que cree que todo gira en torno a él? Dicho de otra forma, ¿podrían las prácticas artísticas intentar poner en marcha otras formas de política mientras que, por su parte, la política oficial podría ser más flexible, horizontal, democrática y menos personalista?
En lo que sigue intentaré responder a estas interrogantes planteando como horizonte de sentido de estas reflexiones lo que la historia y la teoría del arte han llamado arte activista o, más precisamente, activismo artístico. Se trata de prácticas que no caben del todo dentro de lo que suele hacer el arte en un sentido tradicional, ni tampoco dentro de lo que la política en sus formas más rígidas suele aceptar como modos de trabajo y organización. Este énfasis en estas formas activistas de las prácticas artísticas responde al modo tan particular en que conciben “lo político” en sus acciones, que pasa por la puesta del cuerpo como estrategia fundamental de confrontación. En ese sentido, a continuación presento algunas reflexiones sobre el papel del cuerpo en ciertas prácticas de activismo artístico que permitirían repensar los escenarios del arte y la política dentro de las condiciones de vida impuestas por el llamado socialismo del siglo XXI, rastreando primero algunos casos notables en Latinoamérica y centrándome finalmente en Venezuela. Con suerte, al finalizar se podrá juzgar si es posible imaginar una vía alternativa a la del cinismo de las exposiciones y políticas culturales oficiales, y a la de los autócratas con vocación artística frustrada.
Al plantearse la función social y condición política del arte podría pensarse en diversas estrategias, pero en la historia reciente ha habido un recurso privilegiado en estas prácticas, tanto por su maleabilidad y versatilidad técnica como por su propia condición social: el cuerpo humano. Desde las vanguardias de principios de siglo XX, pasando por los albores del arte conceptual en los sesenta, hasta experiencias más contemporáneas en la década de los noventa y principios de siglo XXI, distintos proyectos artísticos han replanteado la noción del cuerpo, ya no como un mero interés temático o representacional sino como un recurso material para prácticas performativas de intervención directa en el entorno social (3).
Los primeros indicios del uso del cuerpo como material de trabajo pueden datarse a inicios del siglo XX con las vanguardias artísticas, específicamente en el trabajo de los futuristas, dadaístas, constructivista y surrealistas, considerado por la historiadora RoseLee Goldberg como el antecedente de lo que, hacia la década de los sesenta y setenta, sería concebido propiamente como performance (4). Esa fue precisamente la época en la que iniciaron las experimentaciones del arte conceptual, en las que el recurso del performance era privilegiado sobre otros no solo por cuestiones materiales (el propio cuerpo del artista y sus experiencias era un medio ideal para ahondar en el proceso de desmaterialización abierto por lo conceptual), sino sobre todo por su pertinencia para abordar el convulso ánimo político que movilizaba aquella época. Como ha señalado la crítica de arte Lucy Lippard, “la época del arte conceptual (…) fue también la del movimiento por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, el movimiento de liberación de la mujer y la contracultura” (5). En ese sentido, la coincidencia del arte conceptual y el performance como métodos de trabajo de las prácticas artísticas de entonces implicaba una coincidencia en la motivación política de dichas prácticas (6).
Se podría argumentar entonces que fue en este momento de politización del cuerpo como material de trabajo para el arte conceptual cuando aquello que se había denominado de forma más o menos genérica como arte corporal o performance pasó a ser una práctica más radical en términos de compromiso social y, sobre todo, de voluntad de intervención y transformación de la realidad. Es, de hecho, dentro de este panorama que la curadora e historiadora del arte Nina Felshin ha emplazado lo que denomina arte activista. Felshin concibe este término como una forma diferente de abordar la política en el arte, donde lo central no es simplemente la crítica o denuncia de la realidad social sino la intervención directa en ella proponiendo estrategias para su transformación. Mientras buena parte del arte con intenciones políticas se limita a idear representaciones que interpelen al poder y sus conflictos, el arte activista lo encara cuerpo a cuerpo. Según Felshin,
para los artistas activistas ya no se trata simplemente de adoptar un conjunto de estrategias estéticas más inclusivas o democráticas, o de abordar los problemas sociales o políticos bajo la forma de una crítica de la representación dentro de los confines del mundo del arte. En su lugar, los artistas activistas han creado una forma cultural que adapta y activa los elementos de cada una de estas prácticas estéticas críticas, unificándolos orgánicamente con elementos de activismo y de los movimientos sociales. No contentos con limitarse simplemente a realizar preguntas, se comprometen en un proceso activo de representación, intentando al menos “cambiar las reglas del juego”, dotar a individuos y comunidades, y finalmente estimular el cambio social (7).
Es en este sentido que, para Felshin, el arte activista es una práctica “con un pie en el mundo del arte y otro en el del activismo político” (8). Su rol político se concebía en términos de la colaboración con la sociedad general o con comunidades específicas involucradas en ciertos conflictos, es decir, como un “catalizador crítico para el cambio” (9). Sin embargo, asociar esta participación y colaboración de la sociedad general con la condición política del arte activista podría conducir a pensar, equivocadamente, que existe una equivalencia directa entre lo público y lo político. Si bien la etimología de la palabra política implica la noción de polis (es decir, de lo público, lo común o concerniente a todos) (10), otras perspectivas teóricas han insistido en matizar las implicaciones de lo político como una fuerza no solo de encuentro de heterogeneidades sino de conflictividad entre éstas. Al respecto, la filósofa política Chantal Mouffe señala que, junto a la de polis, otra raíz etimológica de la noción de política es la de polemos, es decir, la polémica, la disputa y la confrontación (11). En contraste con la idea de la política como común acuerdo, Mouffe aboga por retomar el disenso y la conflictividad como formas características de la vida política. Para ello perfila una distinción entre lo político (“la dimensión de antagonismo y hostilidad que existe en las relaciones humanas”) y la política (“que apunta a establecer un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por «lo político») (12). Mouffe detecta en lo político una fuerza conflictiva inherente a cualquier proceso democrático que, en lugar de evitar las pasiones, procura “movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo” (13). Esta concepción del agonismo es vital para comprender la propuesta de lo político de Mouffe, pues implica la propia dimensión conflictiva y polémica del ejercicio político sin concebirla, necesariamente, como un enfrentamiento negativo.
En este sentido, entender el compromiso político del arte activista implicaría tomar en cuenta su condición agonística y de disputa (polemos) frente a las condiciones instituidas de la vida política y pública (polis). En el arte activista estas disputas y agonismos cobran forma por medio del involucramiento directo del cuerpo en la acción. El rol del cuerpo aquí se torna crucial puesto que en él se encarnan los deseos y afectos que, de acuerdo con Mouffe, lo político activa. Para la filósofa, la política “no puede limitarse a establecer compromisos entre intereses o valores (…) [sino que] necesita tener un influjo real en los deseos y fantasías de la gente” (14). Es entonces esa dimensión particularmente corporal del deseo y el afecto lo que moviliza la intención política de ciertas prácticas activistas que han hecho del arte un lugar para el disenso y la confrontación de las crisis sociales.
Esta condición politizada y agonista del cuerpo en el arte activista –es decir, su puesta directa en la escena del conflicto social por medio de una articulación interproductiva entre experiencias del legado artístico conceptual y tácticas políticas de confrontación– puede atestiguarse en algunos casos ejemplares. Desde la Art Workers’ Coalition (15) a finales de los sesenta, o el grupo ACT-UP (16) y las Guerrillas Girls (17) en los años ochenta, hasta el colectivo Ne Pas Plier (18) o el grupo Reclaim the Streets (19) en la década de los noventa, por mencionar solo unos pocos.
Todos ellos, de uno u otro modo, evidencian la radicalización política del cuerpo desde un sentido agonista que convierte a la corporalidad no solo en materia artística sino en estrategia de confrontación social. Sin embargo, junto con estos se podrían rastrear otros casos, específicamente en el contexto latinoamericano, que podrían complejizar los modos en los que el cuerpo se inscribe críticamente en los contextos sociales a través de métodos de trabajo artístico.
Mientras que en el contexto internacional Nina Felshin caracteriza estas prácticas en términos de arte activista, en Latinoamérica se ha empleado la noción de activismos artísticos, específicamente por parte de los investigadores agrupados bajo la Red de Conceptualismos del Sur, quienes utilizan este término para caracterizar “aquellos modos de producción de formas estéticas y de relacionalidad que anteponen la acción social a la tradicional exigencia de autonomía del arte” (20). El nombre de activismo artístico es preferido por este grupo de investigadores frente al de arte activista porque
en este segundo, pareciera que el “activismo” es un adjetivo o un apellido del “arte”, mientras que en aquél, es el activismo lo que prima permitiéndonos al mismo tiempo subrayar la dimensión artística” de ciertas prácticas de intervención social. El "arte” es aquí también un concepto resignificado: se ha de entender como el campo ampliado de confluencia y de articulación de prácticas “especializadas” (plástica, literatura, teatro, música…) y “no especializadas” (formas de invención y saberes populares, extrainstitucionales…). En definitiva, cuando decimos "activismo artístico”, se ha de considerar como la síntesis práctica de una multiplicidad: no es un estilo, ni una corriente, ni un movimiento (21).
Al resaltar la dimensión activista de estas prácticas, en el sentido de la dinamización de su responsabilidad social ante su entorno, la concepción tradicional de arte se ve desbordada. Las acciones del activismo artístico buscan “producir modificaciones profundas y a largo plazo de la sociedad” (22), puesto que “se piensan a sí mismas (…) como instrumento puntual que forma parte de un proyecto más ambicioso de modificación social, política y subjetiva” (23). En este sentido, las investigaciones de la Red de Conceptualismos del Sur en torno a estos temas tienen una particularidad respecto a las del contexto internacional que no es solo terminológica sino ideológica. Al apostar por la noción de activismo artístico sobre la de arte activista privilegian los intensos procesos sociopolíticos de confrontación en los que este tipo de prácticas artísticas se insertan y en los que pretenden incidir propositiva y críticamente.
Aunque este planteamiento tan específico sobre lo social podría coincidir con otras posturas teóricas que ven en el arte latinoamericano un espacio idóneo para el desarrollo de posturas más políticas –piénsese, por ejemplo, en la “amplitud sociológica” (24) con la que el crítico Juan Acha describe el arte latinoamericano en la década de los setenta–, en realidad se trata de un asunto ideológico que comparten casi todos los casos estudiados por la Red de Conceptualismos del Sur, que en su mayoría podrían caracterizarse como posicionamientos alineados con las filas de la izquierda militante, pues casi todos ellos se enfrentaban a férreos regímenes militares, sobre todo en el cono sur durante la segunda mitad del siglo XX. Este es el caso, por ejemplo, de Tucumán Arde durante la dictadura del general Juan Carlos Onganía a finales de los sesenta en Argentina (25); de la Agrupación de Plásticos Jóvenes durante la dictadura en Chile del general Augusto Pinochet en la década de los setenta (26); o del Taller NN durante la violencia desatada por los enfrentamientos entre la guerrilla del Sendero Luminoso y el ejército peruano hacia finales de los años ochenta (27).
Tanto en estos como en muchos otros casos, la idea del activismo artístico trabaja sobre la lógica de la política como confrontación directa entre dos bandos ideológicos y no del todo en la lógica agonista planteada por Mouffe, donde lo político es más bien una fuerza de confrontación ciudadana que da vida a toda democracia más allá de cualquier orientación ideológica o institucional. En este sentido, la noción de activismo artístico entendida solo así pareciera una terminología un tanto limitada para estudiar un panorama tan amplio y complejo como el latinoamericano, igual de insuficiente que la del arte activista planteada por Felshin.
Sin embargo, me parece que es posible conservar la terminología del activismo artístico para hacer énfasis en su desinterés por las lógicas artísticas tradicionales favoreciendo procesos políticos de confrontación, pero sin caer en este reduccionismo dicotómico de la política militante tradicional. Sobre todo, me parece una terminología útil para seguir pensando otros casos latinoamericanos que, en las condiciones políticas más recientes de la región, podrían complejizar las propias nociones de arte, política y activismo.
El inicio del siglo XXI trajo consigo una serie de cambios en el mapa político latinoamericano. El fracaso de gobiernos anteriores, el empobrecimiento generalizado de buena parte de la población junto con férreas políticas de privatización condujeron paulatinamente al ascenso al poder a diversos gobiernos de izquierda en casi todos los países de la región (28). Mi hipótesis es que este cambio también implicó otras condiciones para pensar la práctica del activismo artístico, unas que deberían ser sustancialmente distintas a las pensadas por la Red de Conceptualismos del Sur en el contexto político del siglo XX (29). Si los gobiernos imperantes en esta época son progresistas y ya no operan las antiguas lógicas de opresión, ¿qué tipo de arte, de política y de activismo podría darse en estos contextos? Lo cierto es que, en realidad, las condiciones de opresión han continuado solo que ahora bajo otro cariz ideológico y, en ese sentido, son muchas las experiencias de autoorganización ciudadana que han continuado plantándose como formas de resistencia a partir de estrategias de activismo mediadas artísticamente.
Pienso, al menos, en tres ejemplos recientes que podrían atestiguar esto. En primer lugar, un caso que ha privilegiado la participación de las mujeres en la protesta desde las fuerzas críticas del movimiento feminista: el grupo boliviano Mujeres Creando, que trabaja desde principios de los años noventa tanto con intervenciones callejeras a manera de grafitis como con acciones en espacios públicos. Se trata de una iniciativa de feminismo anarquista que busca reivindicar a la mujer como actor político pero apartado de todo marco partidista (30). Principalmente, su lucha gira en torno al sistema patriarcal moderno occidental bajo un supuesto movimiento socialista incluyente como el liderado por Evo Morales. Fuera de toda lógica tradicional de la política de izquierdas militantes, este grupo busca enfrentar las lógicas machistas que la figura de caudillo de Morales ha reproducido, haciendo especial uso de intervenciones callejeras ya sea a través de grafitis o a manera de performances. Quizá sus más recientes acciones por la legalización del aborto en Bolivia, enfrentadas con una Iglesia conservadora y con un proyecto político machista, sean las más relevantes para resumir su práctica activista (31).
En segundo lugar, el caso del Frente 3 de Fevereiro en la ciudad de São Paulo, que se define como “un colectivo de investigación y acción directa sobre el racismo en la sociedad brasileña” (32). Su nombre se toma de la fecha en que un joven negro fue brutalmente asesinado por la policía brasileña, el 3 de febrero de 2001, en un acto de total impunidad y abuso de poder. A pesar de las políticas de inclusión supuestamente propias de gobiernos de izquierda como el que gobernaba Brasil para entonces, el Frente identifica desde sus inicios que su interés es generar un programa de intervenciones directas en estos problemas raciales a través de diversos medios y acciones. Por ejemplo, son ampliamente conocidas sus manifestaciones durante partidos de fútbol a través de grandes pancartas que llamaban la atención sobre la negritud propia de toda la cultura brasileña. El proyecto se ha desbordado hacia otros formatos y modos de mediación que resumen sus distintas acciones e investigaciones como, por ejemplo, un libro, una película documental, un disco musical y una plataforma web (33).
En tercer lugar, el caso del #YoSoy132, que surgió en 2012 a raíz de un desencuentro de estudiantes de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México con el entonces candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la presidencia de México, Enrique Peña Nieto. Los estudiantes expulsaron al candidato del recinto universitario por sus declaraciones a favor del uso de la fuerza por parte del gobierno contra los ciudadanos. Los medios de comunicación oficial descalificaron el acto acusando a los estudiantes de ser alborotadores e infiltrados opositores. Como respuesta a esta matriz mediática, los estudiantes subieron un video a la plataforma YouTube en el que, mostrando sus carnets que los identificaban como estudiantes, denuncian la complicidad de los medios de comunicación con el candidato del PRI y niegan ser infiltrados (34). El video rápidamente se convirtió en una tendencia y generó en distintas redes sociales el uso del hashtag#YoSoy132 (35). Cualquiera que utilizara esta etiqueta podría convertirse en el número 132 que se sumara a las demandas. Rápidamente este movimiento se vio desbordado del contexto estudiantil y se convirtió en un evento heterogéneo articulado por agentes de todo tipo y con orientaciones políticas disímiles, que buscaron intervenir en esa coyuntura política no solo a través de protestas callejeras sino también a través de mediaciones digitales y de plataformas colectivas (36).
Pareciera que en ninguno de estos tres casos sería posible aplicar de forma rígida la terminología del activismo artístico sostenido por la Red de Conceptualismos del Sur. En realidad no se trata de formas de militancia política tan férrea como las puestas en marcha en otros proyectos. A diferencia de otros contextos más reconocibles como formas de arte y activismo propias de los sesenta, setenta e incluso ochenta, estas prácticas más recientes no suelen alinearse de forma sólida con ideologías de izquierda que se enfrenten a regímenes conservadores. Tanto Mujeres Creando como el Frente 3 de Fevereiro son prácticas que irrumpen en contextos de gobiernos latinoamericanos dentro del viraje progresista hacia el que se dirige la región desde inicios del siglo XXI. El #YoSoy132, por su parte, fue más bien un evento completamente heterogéneo casi imposible de definir en términos ideológicos, que se enfrentaba a un sistema de corrupción y opresión que, como bien sabemos, opera indiscriminadamente en cualquier forma de política institucional, sin importar banderas ni colores de partidos. En este sentido, este tipo de casos son, más bien, movimientos sociales y protestas ciudadanas que recurren a estrategias de organización activista y a prácticas mediadas artísticamente para acometer sus acciones y emprender la lucha por sus demandas específicas, en la mayoría de los casos ligadas a derechos civiles como la igualdad de género, la lucha contra la discriminación y la libertad de expresión. Es en esta misma perspectiva en la cual podrían inscribirse varios casos que han caracterizado el contexto venezolano reciente, precisamente después de aquel complejo año del 2012 que abrió no solo un nuevo periodo en la política oficial sino también un nuevo ciclo de protestas ciudadanas.
La crisis de legitimidad con la que Nicolás Maduro llega a la presidencia luego de la muerte de Hugo Chávez en el año 2013 (37) aceleraría el descontento popular y lo haría estallar en el año 2014, cuando varios focos de protesta tanto en la capital como en el resto del país conducirán a un tenso escenario político que produciría no solo el encarcelamiento de varios ciudadanos y de políticos importantes de la oposición sino, sobre todo y de modo más lamentable, la muerte de varios civiles que protestaban en las calles por manos de efectivos de los distintos cuerpos de seguridad oficial (38). Desde ese año, Venezuela caería de forma vertiginosa en un espiral imparable de descontento y manifestación popular.
Quizá sea el año 2017 el siguiente en resaltar en ese panorama, dado el profundo corte del orden constitucional que supusieron distintas medidas tomadas por el gobierno nacional para frenar la avanzada del capital político que acumulaba el sector opositor. Las elecciones parlamentarias del año 2015 habían sido ganadas por una amplia mayoría por la bancada opositora y esto había comenzado a bloquear el control absoluto de los poderes del Estado que hasta entonces tenía el partido oficial. Este cambio en el balance político supuso, sin embargo, un recrudecimiento de las prácticas autoritarias del gobierno nacional. Toda iniciativa legislativa aprobada por mayoría en la Asamblea Nacional era luego rebatida y cancelada por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, dominado por el oficialismo. En este escenario, en abril de 2017 dicho Tribunal emitió finalmente un decreto con el que absorbía las funciones de la Asamblea Nacional, ignorando el marco constitucional y el principio de la autonomía de poderes (39). Las protestas no se hicieron esperar, produciéndose constantes enfrentamientos en la calle entre manifestantes y órganos policiales y militares. En medio de estas protestas y sus violentas consecuencias surgieron, sin embargo, experiencias de manifestación pacífica que utilizaron la experimentación artística como estrategia de confrontación y debate. Quisiera centrarme en tres de ellas que, por sus distintos enfoques, alcances y estrategias de intervención directa en el conflicto me parecen sumamente relevantes para interrogar qué otros modos de activar políticamente las prácticas artísticas podrían imaginarse, sin caer en un reduccionismo institucional o partidista, a la usanza oficial de la revolución bolivariana.
La primera iniciativa es Dale Letra, un grupo de intervenciones urbanas que emplea el lenguaje como estrategia para la protesta en un sentido no ya meramente gramatical ni semántico sino pragmático. Utilizando el cuerpo como soporte, cada manifestante que participa en las acciones sostiene una letra dibujada en un cartel de formato mediano que, junto a las de sus compañeros, conforman palabras o frases a manera de consignas en las protestas: “cooperación”, “unión”, “organización”, “diálogo social”, “protesta pacífica”, etc.. La iniciativa se define como un grupo de “ciudadanos por la recuperación de la palabra (…) [en el que] [c]ada individuo aporta su signo para la construcción de una voz colectiva” (40). Esta descripción contiene la metodología misma del grupo, ya que requiere de la implicación directa de cada ciudadano involucrado para construir colaborativamente un enunciado que intervenga e interrogue propositivamente el entorno en el que se inscribe. Esta forma particular de intervención corporal y alfabética me parece que podría abrir una discusión situada sobre las capacidades performativas del lenguaje. El lenguaje no existe solo para enunciar o describir el mundo sino también para constituirlo y obrar cambios en él, por lo cual encarar el acto del habla en el cuerpo mismo implica poner en evidencia esta cualidad. Ejercer este acto de manera colectiva, es decir, articular una voz de forma plural en la superposición de distintos cuerpos hablantes, resalta que tanto el lenguaje como la corporalidad son asuntos sociales y no meramente subjetivos o individuales.
Poner el cuerpo y articular enunciados colectivos es aquí una forma contundente de regresarle vocabulario a una sociedad atravesada por una crisis no solo político-económica sino, también, ideológica, que se ha quedado falta de palabras (o que les han sido arrebatadas o normadas) para identificar e interrogar su entorno. Darle letra al cuerpo es, en este sentido, quitarle la voz a un sistema institucional y desplazar los enunciados y las discusiones al terreno de lo público y de la protesta social. Desde la perspectiva de esta iniciativa, poner el cuerpo es también apostar por un modo de expresarse, por una forma de comunicación que no es vertical, que no responde a canales institucionales de subjetivación, sino que recurre al diálogo y a la socialización del derecho a la palabra. La encarnación de una letra por cada cuerpo evidencia, precisamente, que es necesario un ejercicio colectivo de enunciación, y la formalidad horizontal de las intervenciones del grupo responde no tanto a la propia lógica de la escritura alfabética sino más bien a la necesidad de un encuentro desjerarquizado en el espacio público.
El segundo caso es el grupo conocido como Las Piloneras, conformado en su mayoría por mujeres de distintas ocupaciones (desde estudiantes y profesionales de diversas áreas hasta amas de casa) que toman la práctica del canto del pilón, propia del folklore venezolano, para intervenir en la realidad social y generar otro tipo de afectividad que movilice las protestas (41). Ataviadas con delantales e instrumentos de la cocina vernácula, las participantes de esta iniciativa suelen unirse a las protestas con cantos que aluden a la crisis que atraviesa el país y componen melodías que sean de fácil memorización y entonación para que, a su paso por la manifestación, distintos manifestantes puedan sumarse y contribuir a la enunciación colectiva.
Así como Dale Letra emplea el lenguaje y la palabra escrita para articular una voz que grupalmente encare los conflictos, Las Piloneras también recurren a un elemento de socialización pero de forma más heterogénea, puesto que la práctica del canto reúne tanto a quienes entonan con ellas los versos como a quienes se suman tocando algún instrumento musical, o quienes simplemente acompañan la manifestación con carteles de apoyo. Al igual que la dimensión social del lenguaje destacada en las acciones de Dale Letra, el canto folklórico que apropian Las Piloneras también llama a la articulación de diversos agentes sin apelar a ninguna afiliación política, sino simplemente marcando una postura de confrontación frente a la crisis generalizada de la nación. En este sentido, la acción de Las Piloneras resalta no solo por la puesta del cuerpo como estrategia de desobediencia política sino también por el apoyo técnico en otros dispositivos representacionales, como lo son el canto, la vestimenta y la armonización de una melodía como escenificación mediada artísticamente de un drama que, puesto en colectivo y presentado a la comunidad de esta forma, afianza lazos de solidaridad y de intercomunicación de experiencias similares.
La tercera práctica sobre la que quisiera detenerme es la de la iniciativa del Bus TV, un trabajo de activismo desde la esfera de la comunicación que busca cortocircuitar las censura impuestas desde ya hace mucho por el Gobierno Bolivariano (42). Este proyecto se define a sí mismo como “un noticiero a bordo de los autobuses” (43), y literalmente consiste en un grupo de personas que, asumiendo los roles tradicionales de un telenoticiero (un narrador, un productor, un equipo técnico y logístico, etc.), se suben a las rutas de autobús que circulan por distintas ciudades de Venezuela para presentar, con la ayuda de un recuadro de cartón pintado de forma bastante simple y que simula una pantalla de televisión, noticias e informaciones de actualidad que difícilmente se podrían conseguir en ningún medio de comunicación de señal abierta en el país (44).
Las informaciones que recoge Bus TV para revisar de modo crítico la coyuntura del país son de lo más diversas: desde narrar detalladamente el costo de las bombas lacrimógenas y otros armamentos que el gobierno compra para reprimir las protestas ciudadanas, pasando por revisar las estadísticas y encuestas sobre índices de desempleo y desnutrición, hasta dar seguimiento a las cifras de escasez de alimentos y productos de primera necesidad (cosas como, por ejemplo, que las panaderías no tienen harina para hacer pan). Todas estas informaciones sensibles, imposibles de conseguir por vías oficiales, llegan a los ciudadanos por medio de esta estrategia colectiva en la que colaboran desde periodistas de oficio hasta estudiantes y representantes de comunidades y asociaciones de vecinos, que en conjunto operan a través de consejos editoriales comunitarios que discuten la agenda de noticias proponiendo temas y enfoques relevantes para cada ruta de autobús o localidad en la que intervienen (45).
En momentos donde la libertad de expresión se halla cada vez más mancillada (46), experiencias de información comunitaria y colaborativa como las del Bus TV ponen en marcha formas de resistencia que permiten reestablecer lazos de solidaridad entre los ciudadanos no solo para mantenerse informados sino, sobre todo, para hacerse cargo de forma colectiva y responsable de la labor de estar enterados de las múltiples y complejas realidades que atraviesan su vida cotidiana para, a su vez, replicar el trabajo de la circulación de conocimientos desde el plano ciudadano, sin legar esta responsabilidad en ningún tipo de institución. El periodismo “offline, hiperlocal y de servicio que busca cerrar la brecha entre medios y comunidades sirviendo a éstas de manera directa” (47) que el Bus TV busca poner en marcha es logrado, en buena medida, gracias a esta intervención directa en el espacio público donde el cuerpo no es ya un agente individual que irrumpe para alzar su voz sino, más bien, un articulación colectiva (literalmente movilizada a través de transportes colectivos) de un tejido ciudadano que asume su rol activo dentro de los circuitos mediáticos y de comunicación.
En líneas generales, Dale Letra, Las Piloneras y el Bus TV podrían ser entendidos como formas de activismo artístico pero de un modo lo suficientemente indeterminado como para no comprometerse ni con estrategias artísticas tradicionales ni con formas de partidismo político. Su éxito es su capacidad de intervenir en el espacio público por la puesta del cuerpo de ciudadanos articulados en acciones experimentales de protesta pacífica. Por decirlo en el argot popular venezolano, lo que logran es sacarle el cuerpo tanto a la oficialidad política como a la formalidad artística por medio de prácticas que interpelan a la ciudadanía de modos más efectivos, directos y versátiles que los de aquellas rígidas esferas de la vida institucional.
En un texto publicado en 1974, la crítica de arte Marta Traba relataba un viaje a Caracas en el que se asombraba al percibir el contraste entre la enorme cantidad de barriadas populares en condiciones de pobreza con el fastuoso desarrollo urbano de ciertas zonas de la ciudad, suntuosamente rematadas con obras de importantes artistas abstractos del momento, que pretendían dar a la ciudad el aspecto de urbe moderna a la altura de las más prestigiosas metrópolis del mundo:
Miro, en Caracas, desde la perspectiva del indocumentado. Por eso me queda muy difícil comprender el enfoque progresista y cosmopolita que encuentra perfectamente conciliables las autopistas con los ranchos, los carteles luminosos con las obras cinéticas, (…) la visión de Caracas desde el [Hotel] Tamanaco con la visión de Caracas desde las escalinatas pestilentes de [la estación de metro] Caño Amarillo… (48)
Aquel asombro de Traba revela, en realidad, el reclamo cada vez más generalizado hacia las prácticas artísticas de hacerse cargo de las condiciones socioculturales en las que se encuentran inscritas para entrar en un diálogo crítico con ellas. Es decir, su capacidad de interrogar sus contextos en lugar de ignorarlos. Siguiendo esta inquietud de Traba, habría que preguntarse qué tipo de prácticas artísticas cabe esperar en los conflictos en los que se encuentra atrapada Venezuela actualmente. Lo que he intentado hacer aquí es resumir algunas de las características y modos de trabajo de ciertas experiencias que se inscriben críticamente en esos contextos conflictivos y que, a mi juicio, parecieran resolver la incomodidad de Traba en tanto no dan la espalda a esas condiciones sino que pretenden hacerse cargo de ellas de formas arriesgadas, contribuyendo a su interrogación por medio de la intervención directa.
La articulación singular entre prácticas artísticas y movimientos de protesta en las condiciones de vida impuestas por el socialismo del siglo XXI revelan modos particulares y heterodoxos de entender y experimentar el arte y la política. Se trata de una heterogeneidad que puede hacerse cargo tanto de un legado artístico en el que el cuerpo es un medio de expresión y confrontación, como de conocimientos políticos sobre autoorganización ciudadana y participación colectiva. Quizá en lugar de seguir esperando que las prácticas artísticas sean estipuladas por instituciones fracasadas como la Fundación Museos Nacionales, o que la política sea regida por el fantasma cantarín de líderes autoritarios como Hugo Chávez, sea más urgente y provechoso imaginar formas de trabajo artístico y social que experimenten con estrategias colaborativas que sepan articularse flexible, crítica y propositivamente con la realidad. Quizá lo que requiera en estos momentos una coyuntura como la venezolana es, al decir de Lucy Lippard, prácticas artísticas que sean “un producto, o un compañero de viaje, del fermento político de la época”. Prácticas artísticas que sean capaces de sacarle el cuerpo tanto a las pretensiones más narcisistas del arte contemporáneo como a los delirios de grandeza de los políticos de turno.
*Este texto se compone en buena medida de fragmentos de un trabajo previo, presentado en abril de 2018 como tesis para la Maestría en Estética y Arte de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México). Aunque se reproducen aquí algunos fragmentos de aquel trabajo, en su mayoría el aquí presentado fue escrito expresamente para su aparición en este blog, respondiendo a las condiciones más recientes del contexto político venezolano. Agradezco a Patricia Velasco por invitarme a participar en esta experiencia y agradezco también a Tania Valdovinos por su atenta lectura y comentarios a este texto.
(2) Órgano gubernamental responsable, entre otras cosas, de borrar la memoria de las instituciones museísticas del país, al punto de que si se intenta buscar en su sitio web alguna información sobre sus trabajos e historias, resulta prácticamente imposible conseguir algo más que proselitismo político (https://www.fmn.gob.ve/).
(4) Recomiendo consultar: Juan Antonio Ramírez, Corpus solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo (Madrid: Ediciones Siruela, 2003).
(5) Goldberg identifica distintas acepciones del uso del cuerpo para el trabajo artístico: arte del cuerpo o arte corporal (body art), arte de acción, arte vivo (living o live art), performance o happenings, según fuese el caso (Cfr. RoseLee Goldberg, Performance. Live Art 1909 to the Present, pp. 9-21). A esta diversidad terminológica puede agregarse también la sustitución que Amelia Jones hace del término “arte corporal” (body art) por “prácticas orientadas al cuerpo” (body-oriented practices), para referirse a un tipo de trabajo que “a menudo involucra estrategias complejas relacionadas con el cuerpo (fragmentándolo, simbolizándolo, representándolo a través de tecnologías de representación altamente distorsionantes) que justifican discutir el trabajo como orientado hacia, pero no necesariamente incluyendo a, el propio cuerpo del artista” (Amelia Jones, Body Art/Performing the Subject, p. 314).
(6) Lucy R. Lippard, Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, p. 7.
(7) Goldberg también señala el uso del performance, a partir de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, como una práctica para poner de manifiesto cuestiones relacionadas a la efervescencia del movimiento feminista, al cuestionamiento de la política y los espacios públicos o a la avanzada de la contracultura especialmente en el movimiento del punk como forma alternativa e incluso un tanto agresiva de enfrentar la realidad hegemónica de la política y las artes (R. Goldberg, ob. cit., pp. 98-125).
(8) Nina Felshin, “¿Pero esto es arte? El espíritu del arte como activismo”, en: Paloma Blanco et. al., Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, pp. 89-90.
(9) Ibidem, p. 73.
(10) Ibidem, p. 75.
(11) Cfr. Joan Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, volumen 4, p. 598, s.v. “político”.
(12) Cfr. Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, p. 14.
(13) Ibidem, pp. 13-14.
(14) Ibidem, p. 14
(15) Ibidem, p. 6.
(16) Para una revisión detallada de la labor de la AWC, se recomienda: L. R. Lippard, “The Art Workers’ Coalition: Not a History”, Get the Message? A Decade of Art for Social Change (Nueva York: Dutton, 1984), pp. 10-19.
(19) Para mayor información sobre la historia y acciones de Ne Pas Plier, se recomienda revisar el trabajo de Brian Holmes en: “No doblar: desplegar”, en P. Blanco et. al., ob. cit., pp. 273-281.
(20) Julia Ramírez Blanco, “Reclaim The Streets! From Local to Global Party Protest”, en Third Text. Disponible en línea.
(21) Red de Conceptualismos del Sur, Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, p. 43.
(22) Idem.
(23) Ibidem, p. 46.
(24) Idem.
(25) Juan Acha, “Por una nueva problemática artística en Latinoamérica”, Ensayos y ponencias latinoamericanistas, p. 43.
(26) Para más información sobre Tucumán Arde, se recomienda consultar: Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella al Tucumán Arde: Vanguardia artística y política en el 68 argentino (Buenos Aires: Eudeba, 2008).
(27) Sobre la APJ, ver: Eduardo Castillo Espinoza, Puño y letra. Movimiento social y comunicación gráfica en Chile (Chile: Ocho Libros Editores, 2006).
(28) A propósito del Taller NN, consúltese: Alejandro Mijail Mitrovic Pease, Regímenes de valor y políticas de la imagen en NN-Perú (Carpeta Negra) del taller NN (Lima, 1988) (Lima: Pontifica Universidad Católica del Perú, Facultad de Ciencias Sociales, 2015).
(29) Para revisar este ascenso y caída de gobiernos de izquierda en Latinoamérica, véase: Mario Torrico (ed.). ¿Fin del giro a la izquierda en América Latina? Gobiernos y políticas públicas (México: FLACSO, 2017). Por otra parte, para un análisis crítico sobre qué entender por “izquierda” en estos contextos, consúltese: Benjamín Arditi, “El giro a la izquierda en América Latina: ¿una política post-liberal?”, Ciências Sociais Unisinos, vol. 45, núm. 3, 2009, pp. 232-246. Disponible en línea.
(30) Esta hipótesis ha sido ya desarrollada con un poco más de detenimiento en el siguiente trabajo: Alberto López Cuenca y Renato Bermúdez Dini, “¿Pero esto qué es? Del arte activista al activismo artístico en América Latina, 1968-2018”, El Ornitorrinco Tachado, núm. 8, noviembre 2018-abril 2019, pp. 17-28. Disponible en línea.
(31) Uno de los grafitis más emblemáticos del grupo caracteriza claramente este no partidismo crítico: “No hay nada más parecido a un machista de derecha que un machista de izquierda”.
(32) Para más detalles de la práctica de Mujeres Creanco, véase el siguiente libro editado por el propio colectivo: La virgen de los deseos (Buenos Aires: Tinta Limón, 2005).
(36) Para una revisión más detallada del nacimiento y desarrollo del movimiento, se recomienda: Marco Estrada Saavedra, “Sistema de protesta: política, medios y el #YoSoy132”, Sociológica, núm 82, mayo-agosto 2014, pp. 83-123. Disponible en línea.
(37) No se trató solo del uso de cuentas de redes como Twitter, Facebook o YouTube, sino también de la generación de espacios como la plataforma cartel132 (http://cartel132.tumblr.com/), donde se subían carteles digitales para que se distribuyeran libremente en las redes o para que se imprimieran para ser utilizados en las protestas.
(38) Una revisión detallada de la caótica transición del mandato de Chávez al de Maduro puede encontrarse en: Margarita López Maya, “La crisis del chavismo en la Venezuela actual”, Estudios latinoamericanos, núm. 38, 2016, pp. 159-185. Disponible en línea.
(46) Es preciso señalar que estos modos de trabajo del Bus TV le valieron una nominación al Premio y Festival Gabriel García Márquez de Periodismo (conocido como el Premio Gabo), en su edición 2018, en la categoría de innovación.
(47) Habría que destacar, al respecto, el más reciente atropello del Gobierno Bolivariano contra la libertad de prensa: la arbitraria detención del periodista y ciberactivista de Luis Carlos Díaz. Una revisión pormenorizada de las acusaciones en su contra por parte de altos funcionarios chavistas culpándolo de sabotaje y conspiración puede encontrarse en el siguiente reportaje: https://prodavinci.com/donde-esta-luis-carlos/.
(49) Marta Traba, “Mirar en Caracas”, en Mirar en América, p. 212.
Bibliografía consultada
Acha, Juan. Ensayos y ponencias latinoamericanistas. Caracas: Galería de Arte Nacional, 1984.
Felshin, Nina. “¿Pero esto es arte? El espíritu del arte como activismo”, en: Blanco, Paloma, Jesús Carrillo, Jordi Claramonte y Marcelo Expósito (eds.), Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2001.
Goldberg, RoseLee. Performance. Live Art 1909 to the Present. Nueva York: Harry N. Abrams, 1979.
Jones, Amelia. Body Art/Performing the Subject. Minnesota: University of Minnesota Press: 1998.
Lippard, Lucy R. Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972. Madrid: Ediciones Akal, 2004.
Mouffe, Chantal. El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical. Barcelona: Ediciones Paidós, 1999.
Red de Conceptualismos del Sur. Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina. Cat. de exp. Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012.
Traba, Marta. Mirar en América. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2005.
Sobre el autor
Renato Bermúdez Dini
Renato Bermúdez Dini (Caracas, 1991) es licenciado summa cum laude en Artes por la Universidad Central de Venezuela (2013), donde también estudió Educación y un diplomado en Crítica del Arte (2012). Entre 2014 y 2015, fue profesor del Departamento de Estudios Estéticos de la Escuela de Artes de la misma institución. Entre 2012 y 2015, se desempañó como Coordinador de registro de la galería Sala Mendoza y luego como Coordinador de extensión educativa del Centro Cultural Chacao. Es egresado cum laude de la Maestría en Estética y Arte de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (2018). En 2018, fue co-curador de la exposición La demanda inasumible. Imaginación social y autogestión gráfica en México (1968-2018), presentada en el Museo Amparo (Puebla, México). Actualmente se desempeña como docente universitario y como miembro del comité de redacción de Klastos, suplemento de investigación y crítica cultural del medio digital LadoB (Puebla, México).
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