JONATHAN LARA
Inconcreto desarmado
2020
Instalación
Dimensiones variables
PROYECTO SELECCIONADO POR
Manuel Vásquez-Ortega
Venezuela opera en retrocesión. La emergencia humanitaria compleja se palpa en el daño antropológico manifiesto como servilismo, miedo, falta de voluntad, desesperanza, desarraigo, insilio y crisis ética. Un régimen necropolítico suma a la era COVID-19, y poseer vivienda determina la subsistencia. La crisis habitacional latinoamericana al 65% se agranda ante la caída del 90% de la construcción venezolana desde 2012.
El país entró a la modernidad con la exuberancia petrolera del siglo XX. La abundancia de capitales del país minero promovió un estallido de la construcción, edificándose íconos monumentales bajo el Nuevo Ideal Nacional del gobierno de facto del general Marcos Pérez Jiménez (1948-1958), proyectos de arquitectura moderna y brutalista, cuya historia oscila entre la gloria y el hundimiento, epítome de décadas posteriores.
Al desincorporarse de la era dictatorial, ambiciosos proyectos arquitectónicos como el Complejo Urbanístico Parque Central (1973) –desarrollo urbano más importante de Latinoamérica-, proyecto de renovación integral enmarcado en el sistema de planificación urbana del Plan Rotival (1939) que trazó una nueva capital monumentalizada en su núcleo fundacional, un desarrollo periférico basado en un moderno sistema vial que interconectó las haciendas que conformaban el valle, quebrando la trama de ciudad colonial.
Las torres gemelas más altas de América Latina hasta 2003 (225 m) fueron las estructuras de concreto armado más altas del mundo. Complementan ocho edificios residenciales con 127 m de altura y 44 pisos, el Museo de Arte Contemporáneo MACSI, el Museo de los Niños y otras áreas, encuadrados en el paisajismo de Roberto Burle Marx.
Quizá la pérdida del racionalismo urbano es signo de esta devastación que predijo la «Caracas sangrante» de Nelson Garrido en 1996, y la reducción a síntesis geométrica espacial que idealiza Eugenio Espinoza, anticiparan el declive de una modernidad artística delineada en los monumentos solares de Alejandro Otero durante los años 70.
Contados episodios de la historia del arte venezolano han intentado, con éxito, asentar su práctica desde “la continuidad (crítica), con respecto a tradiciones o modelos establecidos”. De esta manera, con el paso del tiempo y su recurrencia, la necesidad casi imperativa de dar cabida a novedades y rupturas se ha instaurado como característica de nuestros relatos visuales e históricos; rasgo que, entre el continuo abismo y la ascensión de sus imágenes, ha impedido la secuencia orgánica y paulatina de muchos de los capítulos que conforman la historia del arte del país. Por su parte, entre estos casos –excepcionales– de revisión y cuestionamiento hacia la tradición, es posible encontrar entre las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del milenio en curso un lugar de cuestionamientos hacia la generación de la autorreferencia, aquella que, a partir de la década de 1950, se instauró como el ‘pensamiento fuerte’ del arte venezolano. Un ideal consecuente y paralelo a las premisas de la modernidad y sus procesos constructivos, que encontró en la abstracción geométrica un lenguaje acorde a la necesidad de centrar sus discusiones “en la formalidad pura, en el artificio estilístico, en la ausencia de toda narratividad”.
No obstante, a más de medio siglo de ‘tradición moderna’ y en uno de los momentos más lóbregos de su decadencia, una generación de artistas emerge de la agonía de la inconclusión y las consecuencias de sus errores, para “convertirse en la relectura de las formas constituyentes de nuestra abstracción”. Revisiones entre las cuales se ubican los procesos gráficos de Jonathan Lara, surgidos de los remanentes y restos de una cultura visual de apariencia moderna, extendida como trama superpuesta a lo largo del territorio venezolano. Retícula que rige con sus líneas el horizonte de los paisajes urbanos, sociales y culturales bajo una intención ilusionista de vanguardia y desarrollo, manifestada en su máxima expresión en las arquitecturas y urbanismos de sus ciudades. Evidencias, o escombros, de una utopía entonces posible que encuentra en construcciones como el Complejo Urbanístico Parque Central de Caracas, uno de sus casos más notables.
Desde este hito arquitectónico, a veintisiete pisos del nivel del suelo, la mirada de Lara explora a través de imágenes el antiguo esplendor de su recinto, mientras el espíritu del desencanto se apodera de las capturas fotográficas que, mediante procesos de alteración y contraste (y posteriormente técnicas gráficas de transferencia), se convierten en motivo de la cinta que da cuerpo a la obra «Inconcreto desarmado». Prisma decaído cuyas formas responden a la herencia de un primer momento crítico hacia la pureza neoconstructivista, mientras continúa una búsqueda iniciada por artistas como Eugenio Espinoza, en la que la cuadrícula subyace, holgada, vencida y espectral ante la opulencia y la solidez de su pasado.
Tejido ahora desprendido de toda rigidez o intento de mantenerse erguido, y que, contrario a la ausencia de la referencialidad característica de sus orígenes, se materializa a partir de las problemáticas de su propio entorno. Proceso dialéctico entre morfología y dimensión del espacio interior en el que el artista habita, en relación con un contexto urbano y edilicio, pero ineludiblemente social, implícito en sus grafías e impresiones. Así, la retícula de Jonathan Lara en «Inconcreto desarmado» se plantea como una postura, particular, de cuestionar a la modernidad desde la herencia histórica de sus propios códigos. Expresión en la cual el artista realiza su aporte a la continuidad de la disolución de una identidad geométrica como ‘pensamiento fuerte’, presente de formas inimaginables en una conciencia colectiva que nos recuerda continuamente lo que fuimos como país.
Manuel Vásquez-Ortega